Hoy la oligarquía prefirió arrasar el Poder
Judicial, antes que permitir que el pueblo colombiano expresara la verdad sobre
el incumplimiento de las promesas presidenciales y la traición a los acuerdos
de paz.
Colombia presenció atónita cómo la rama ejecutiva
del poder arrasaba a sangre y fuego al poder judicial, con el pretexto de
defender las instituciones.
Hoy se demostró una vez más, que es imposible la
convivencia pacífica entre una oligarquía prepotente y guerrerista y un pueblo
que para luchar por sus derechos tiene que asumir el único camino posible: el
del combate.
La paz solamente se asegurará con la victoria del
pueblo.
Los combatientes de la compañía Iván Marino Ospina
con su sangre, con su vida, con su heroísmo, así lo consignaron de manera
definitiva en la operación ANTONIO NARIÑO POR LOS DERECHOS DEL HOMBRE.
Queda así de nuevo claro, para Colombia y para el
mundo, hoy y siempre, que mientras el gobierno de las oligarquías es
incumplimiento y traición, el M-19 es promesa cumplida y lealtad
inquebrantable. Mientras las armas de la oligarquía arrasan con la justicia y
la paz, las armas del M-19, que son las armas del pueblo, son el signo y el
sostén de la paz con justicia.
Nadie puede olvidar a esos hombres que iluminados
con la esperanza de una Patria Nueva, se tomaron el 6 de noviembre la Corte
Suprema de Justicia para enjuiciar desde allí a un gobierno inepto y traidor.
Desde todos los rincones de la patria se levantan
hoy los puños acusadores de miles de Luchos, Andreses, de Alfonsos, de
Guillermos, de Patricias, de Lázaros, Arieles, José Domingos, Césares,
Claudias,... dispuestos a empuñar las armas de los que hoy, con su sangre
derramada, han dictado una sentencia irrevocable de condena a las decadentes,
corruptas y perversas instituciones, de una oligarquía que no merece llamarse
colombiana.
En la Corte queda la sangre de colombianos que
prefieren la dignidad del combate desigual a la rendición humillante.
La sangre de los magistrados asesinados por las
fuerzas armadas de la oligarquía, es acusación permanente contra una clase
dirigente asesina y demencial, que ha hecho del abuso del poder la razón de su
existencia. Que esta demanda sea el grito de los hoy sacrificados y el
resplandor de una nueva vida.
Que los hipócritas lamentos de Betancur por su
macabro genocidio sean las voces con que abre su sepultura política.
Que el verdugo de Santa Bárbara y hoy de todo el
pueblo colombiano no esconda más su cobardía en mentidos plebiscitos de
adhesión. En esta hora y para siempre les cubre, a él y a su clase, el repudio
universal de los oprimidos.
________________________________________________________________________
NOVIEMBRE DE 1.985
AL PODER JURISDICCIONAL,
A LA NACIÓN COLOMBIANA
BOGOTA, COLOMBIA, NOVlEMBRE 6 HORA 11 ½ A.M, DE
1985
Señores Magistrados
Corte Suprema de Justicia y
Consejo de Estado
Honorables Magistrados:
Los abajo firmantes somos ciudadanos colombianos e
integramos el Estado Mayor de la compañía Iván Marino Ospina del Movimiento 19
de Abril, M-19. Estamos aquí como expresión de patria y de mayorías para
convocar a un juicio público contra el gobierno del presidente Belisario
Betancur. Lo acusamos de traición a la voluntad nacional de forjar la paz por
el camino de la participación ciudadana y la negociación, al que se
comprometiera mediante el acuerdo de cese del fuego y Diálogo Nacional, el 24
de agosto de 1.984.
Por tanto, estamos convocando al pueblo, a la nación
entera, como fuente del poder jurisdiccional, a constituirse como tribunal
supremo que habrá de enjuiciar la traición a los anhelos de paz y concordia
nacional de las mayorías en Colombia.
Acudimos a ustedes en su condición del poder
público, como poder moral y reserva democrática para la supervivencia del
estado de derecho, ejerciendo el derecho de la PETICIÓN, consagrado por la
Constitución Nacional. Así pues, les solicitamos que conozcan y asuman las
pretensiones que constituyen esta petición, en concordancia con los derechos y
la competencia que a continuación presentamos. Teniendo en cuenta que la rama
jurisdiccional no puede ser ajena ni excusarse de participar en lo que hoy
define el destino y la salud pública de la patria, aspiramos a que ustedes
arrojen luces y enriquezcan el juicio político que el pueblo ha instituido
contra la minoría que lo gobierna.
Como decía el general Uribe Uribe, ésta es hoy una
demanda a mano armada. Estamos ejerciendo el derecho a la rebelión porque no
fue escuchada la voz del pueblo, porque el gobierno engañó a la opinión
pública, pretendió aniquilar a la democracia en armas y traicionó la forma más
creativa, más justa y novedosa de buscar, la paz para la nación, cual era el
Diálogo Nacional.
Sin embargo, nuestras armas no comparecen ante
este tribunal para ser instrumentó de coacción a la libre voluntad de los
Honorables Magistrados. Por ello, anunciamos ante el país –con la moral de
todos nuestros actos y la fuerza de la verdad con que hemos vencido a la
dirección mentirosa del ejército de las minorías oligárquicas– que los
Honorables Magistrados no están obligados a asumir el conocimiento de nuestras
pretensiones durante el desarrollo de esta conflictiva situación de hecho. Son
nuestros anfitriones y sólo su sentido patriótico guiará sus acciones.
1.1. Que la Honorable Corte Suprema de Justicia
asuma el conocimiento y se pronuncie sobre la constitucionalidad del acuerdo
del cese del fuego y Diálogo Nacional suscrito en Corinto, El Hobo y Medellín,
el 24 de agosto de 1.984.
1.2. Que sobre este convenio por el
restablecimiento del orden público, entre el gobierno de Colombia y los
movimientos populares alzados en armas (sui generis en el derecho público
interno, pero con antecedentes en nuestra historia con los pactos de Wisconsin,
Neerlandia y Benidorm), la Corte Suprema de Justicia y el Honorable Consejo de
Estado asuman el conocimiento sobre el cumplimiento que hicieron las partes, en
el desarrollo y ejecución de los mismos, por encontrar la paz en su dimensión más
pública y más humana: la justicia social y la democracia política.
1.3. Que en ejercicio del mandato constitucional
que establece la colaboración de los poderes públicos para la realización de
los fines del Estado -y teniendo en cuenta que la paz, la concordia y la
convivencia nacional son, entre otros, tales fines- el poder jurisdiccional
encare de manera protagónica la búsqueda de una solución política negociada en
Colombia, a los agudos antagonismos del presente. Sobre todo cuando el Gobierno
y el Congreso de la República han dado muestras de negligencia agravada, mala
fe, y han traicionado un empeño colectivo de la comunidad patria del cual
resultaron inferiores.
2. EL DERECHO QUE INVOCAMOS
Para formular nuestras pretensiones, como
señalamos antes, el derecho que invocamos es el que consagra la Constitución
Nacional, a todo ciudadano, de presentar peticiones a las autoridades y obtener
de ellas pronta resolución (Art. 45, CN).
3. COMPETENCIA DE LA CORTE
A continuación exponemos las razones jurídicas,
políticas y de conveniencia nacional por las cuales consideramos la competencia
de la Corte para el conocimiento de nuestras pretensiones.
3.1 La fuerza constitucional del acuerdo. ¿Cuáles
hubieran sido las consecuencias para el destino nacional de haberse incumplido
–por los compromisarios y antagonistas– el acuerdo de Wisconsin, con el cual se
puso fin a la Guerra de los Mil Días? ¿Cuáles, si se hubieran traicionado los
pactos de Sietges y Benidorm que finalizaron la guerra entre liberales y conservadores
y dieron origen al acuerdo del Frente Nacional? ¿Acaso la solución política
contenida en estos últimos no fue consagrada institucionalmente, más tarde, por
el mecanismo del Plebiscito del 57, no previsto ni consagrado en la
Constitución? Aquello lo aceptó el país porque jamás podrá esgrimirse la
constitucionalidad para oponerla a la única o mejor manera de lograr los altos
intereses de la convivencia nacional.
¿Por qué no aceptar hoy la constitucionalidad del
acuerdo de cese del fuego y Diálogo Nacional pactado para “estudiar y sentar
las bases de las reformas de carácter político, económico y social que necesita
el país y anhela el pueblo colombiano”, según reza el texto, la intención y
objetivos del convenio en mención?
¿Por qué no asumir el rango institucional de los
acuerdos de la esperanza y la rendición de agosto de 1984, si sus objetivos
procuran la concordia basada en la justicia social que es de los fines
sustanciales del Estado y sus instituciones?
En este acuerdo lo nuevo somos los antagonistas y
la aceptación del papel protagónico que nos corresponde en la decisión del
destino nacional. Ya no se trata de una pugna entre la minoría oligárquica en
su condición de Estado liberal o Estado conservador excluyente, enfrentado a
liberales y conservadores (razón y origen de 52 guerras regionales y no menos
de 15 guerras civiles nacionales). Hoy los antagonistas de esa minoría somos
pueblo, la patria viva, las fuerzas del cambio, sin ningún nexo o compromiso de
poder con los partidos Liberal y Conservador, ni con los privilegios de las
oligarquías económicas de las que aquéllos son razón de ser y razón social.
Somos nacionales colombianos, y como tales,
iguales ante la Constitución y la ley a la minoría que se opone al bienestar
mayoritario. Pretendemos alcanzar para la patria el ideal del gobierno
bolivariano: aquel que da la mayor suma de bienestar, justicia y felicidad del
pueblo, y que es realizable –en lo fundamental– en el marco de la estructura
constitucional vigente.
Así pues, el rango institucional del acuerdo del
cese del fuego y Diálogo Nacional está dado por su condición de instrumento
jurídico-político, con antecedentes en nuestra historia, para realizar los
altos fines del Estado por razones de conveniencia nacional.
Más aún: toda manifestación de la voluntad
política del Gobierno crea situaciones jurídicas con efectos del mismo orden.
En este caso, el Presidente de la República, a
mediados de julio de 1984, creó la comisión de Negociación y Diálogo mediante
carta pública dirigida a Jonh Agudelo, presidente de la Comisión de Paz. Según
la misiva, aquella comisión debía actuar en representación del gobierno, en las
conversaciones para fijar los términos del acuerdo de paz con el EPL y el M-19.
En la misma, el doctor Betancur designó como delegados personales del
Presidente a los doctores Enrique Vargas, Gerardo Molina, Bernardo Ramírez,
Gloria Pachón de Galán y Antonio Duque Álvarez.
El 24 de julio de 1984, el propio Presidente de la
República instaló, en el Palacio de Nariño, la Comisión de Negociación y
Diálogo, con la participación de otras personalidades –además de las
mencionadas– en representación de los partidos Liberal y Conservador, de la
Iglesia, la cultura, el movimiento cívico, el sindical, y los gremios.
Esta fue una manifestación de la voluntad del
Gobierno, con claros efectos de orden jurídico que comprometieron la decisión
del Estado. Porque la Comisión, en ejercicio de sus funciones y en
representación del Gobierno, suscribió el acuerdo de cese del fuego y Diálogo
Nacional (cuya copia anexamos a esta petición), el 24 de agosto del mismo año,
con los representantes del EPL, el M-19 y un sector del ADO.
Aquí el Presidente actuó en ejercicio de las
funciones constitucionales que le confiere el Art. 120 (en su numeral 7o.), para
garantizar el orden público y restablecerlo cuando fuere turbado, y el Art.
121, que le otorga facultades extraordinarias en estado de sitio. Tales
funciones son, por demás, amplias y discrecionales, y si bien han sido
ejercidas casi ininterrumpidamente por más de 30 años en sentido represivo y
coactivo, en esta oportunidad fueron utilizadas de una manera positiva y
abierta para poner en marcha un nuevo mecanismo jurídico-político con el
propósito de restablecer el orden público.
A la Honorable Corte, como freno a tan amplias y
discrecionales facultades que tiene el ejecutivo para mantener y restablecer el
orden público (entiéndase por ello la sana convivencia nacional, en justicia y
equidad social, y no en el sentido coactivo con que se interpreta tradicionalmente),
se le confiere la facultad de intervenir en la actuación legislativa que tiene
el Presidente durante la vigencia del estado de sitio. Esta facultad de la
Corte, de revisar y evitar el ejercicio arbitrario del poder, no se reduce a
cuidar que la legislación de emergencia contenga vicios formales, sino que
puede intervenir en su contenido material e incluso decidir su
constitucionalidad según la conveniencia e inconveniencia respecto al interés
nacional. Lo que vale decir que interviene sobre la voluntad política del
ejecutivo, cuando ésta se expresa en estado de guerra o conmoción interna,
justamente para preservar el equilibrio de los poderes públicos, impedir el
ejercicio arbitrario del Gobierno, evitar violaciones de la Carta fundamental,
y garantizar el estado de derecho. Es ésta una sana doctrina constitucional en
cuya aplicación la Corte ha dejado, no en pocas ocasiones, mucho que desear.
Entre otras, y a manera de ejemplo: la jurisprudencia que declaró exequible el
Estatuto de Seguridad durante el gobierno de Turbay; la negativa de este
tribunal de conocer de la constitucionalidad del tratado de extradición; y la
aceptación de Juzgamiento de los civiles por parte de la justicia penal
militar.
La facultad que tiene la Corte para intervenir
sobre la actuación jurídica del ejecutivo es tan amplia, que el Art. 214 de la
Constitución autoriza a cualquier ciudadano para que comparezca ante ella a
impugnar o defender la legislación proferida por el ejecutivo en base a las
facultades del Art. 121.
En síntesis, el acuerdo del 24 de agosto de 1984
es un resultado de la decisión y legislación presidencial para restablecer el
orden público, y no existe norma alguna que le prohíba a la Corte abocar el
conocimiento del mismo. Por ello, ratificamos nuestra pretensión de su
pronunciamiento en torno a la constitucionalidad del acuerdo suscrito en
Corinto, El Hobo y Medellín.
3.2 Convenio de orden público. Los decretos
legislativos del estado de sitio son la expresión material de la voluntad
político-jurídica del Gobierno, que los utiliza como instrumento para
restablecer el orden público perturbado.
Sin embargo, con la firma del acuerdo de Corinto,
El Hobo y Medellín, surgió un nuevo instrumento jurídico-político con el cual
se pretendió el mismo objetivo, aunque ya no como mera manifestación individual
de un Gobierno, sino como concurso de voluntades para sentar las bases de las
reformas económico-sociales como única forma de desterrar los factores
objetivos de conmoción y guerra interna.
Asistimos, pues, a una decisión gubernamental de
inexorables consecuencias jurídicas y políticas que dio paso a un convenio de
orden público, su¡ generis, con el cual se aspiraba a transformar las causas
objetivas y subjetivas que han dado origen a la guerra interna.
El mismo texto del convenio señala el requisito
esencial para su validez: “Este acuerdo requerirá para su validez, la
aprobación del señor Presidente de la República”. Y en efecto, dos días después
de la firma del acuerdo, el 26 de agosto, el Presidente –en alocución
transmitida por todas las cadenas radiales y los canales de televisión, y en
ejercicio obvio de las facultades constitucionales para la guarda y
restablecimiento del orden público– impartió aprobación pública y solemne al
acuerdo de cese del fuego y Diálogo Nacional: “... como ustedes seguramente lo
han visto y oído, el jueves y viernes pasados, se firmaron nuevos acuerdos,
entre las comisiones de Paz y de Negociación y Diálogo con los dirigentes del
M-19, el Partido Comunista de Colombia (Marxista-Leninista) y un sector del
ADO. Lo anterior, con la aprobación que en este momento imparte solemnemente,
el Presidente de la República a los acuerdos, y con la ayuda de ustedes y la
asistencia de Dios, significa que hemos cumplido otra etapa...”
Si la creación y aprobación presidencial a este
convenio de orden público tiene origen en las facultades extraordinarias del
estado de sitio, éstas dan también sentido y razón a la facultad que tiene la
Honorable Corte de juzgar la actuación legislativa del Presidente durante la
vigencia del estado de excepción. Y si el convenio de orden público es una
actuación legislativa de excepción del Presidente, la Honorable Corte es
competente para conocer de dicho acuerdo.
Más aún: todo convenio presupone obligaciones, compromisos,
con efectos de diverso orden; y su incumplimiento genera consecuencias por las
cuales deben ser llamados a responder quienes incumplen.
En este convenio de orden público, cuyo objeto es
la paz nacional –entendida como la realización gubernamental de la justicia
social– es el poder jurisdiccional el encargado de examinar quiénes cumplieron
a cabalidad, y quiénes incumplieron las obligaciones morales, sociales,
políticas, jurídicas y militares asumidas por las partes a través del convenio.
Sobre todo cuando el objeto del acuerdo es el destino nacional, según consigna
su texto:
“La Comisión de Negociación y Diálogo designada
por el señor Presidente de la República, doctor Belisario Betancur, e integrada
por miembros de la Comisión de Paz, delegados presidenciales, voceros de los
partidos Liberal y Conservador, dignatarios de la Iglesia Católica,
representantes de las fuerzas laborales, del arte y la cultura, y los
comisionados por el Movimiento 19 de Abril, M-19, y por el Partido Comunista de
Colombia (M-L) y su organización guerrillera Ejército Popular de Liberación,
EPL, consideran que el cese de los enfrentamientos armados entre las fuerzas
institucionales del Estado y los movimientos populares alzados en armas, es
requisito para estudiar y sentar las bases de las reformas de carácter
político, económico y social que necesita el país y anhela el pueblo
colombiano”.
Y los términos de su vigencia dependían de que el
Gobierno diera inicio a las políticas para la realización de los objetivos
anteriormente señalados:
“Los términos del presente acuerdo adquieren plena
vigencia con la aprobación del señor Presidente de la República, la orden de
cese del fuego y con la iniciación de las políticas y actitudes que den paso a
su cabal cumplimiento”.
No es sólo nuestra opinión: el país ha sido
víctima de la ausencia de cualquier política para el rescate y la redención
social de los oprimidos.
3.3 El poder jurisdiccional de cara al destino
nacional. Nuestra tercera pretensión es un clamor de mayorías, voluntad de la
Colombia nueva, de un pueblo que no cabe en este régimen político y que no está
de acuerdo con la manera como se ejerce el gobierno, por estar ella sustraída
de la concepción y la práctica del bien común como fin del Estado. Porque se ha
establecido una manera de ejercer el gobierno que está circunscrita a los
intereses ciegos de una minoría primitiva y soberbia, asentados en la fuerza de
su ejército, que ya no es nacional por haberse convertido en voluntad de muerte
de las minorías, contrapuestas a la patria entera y a su futuro.
Nuestra tercera pretensión está formulada con
vista al futuro, encarnado hoy en las mayorías que abrazan la fe y la esperanza
en la vida nueva y en la dignidad del hombre; encarnado hoy en el ejército de
esas mayorías, un ejército nacional y bolivariano en el que se forja una nueva
ética y una nueva moral; un ejército que jamás renunciará a la búsqueda de la
paz, la verdadera paz: la de mayorías a las cuales se garantice la dignidad, la
justicia, la libre participación política y la soberanía.
Y para esa paz, nos demostró la realidad, se
necesita en la conducción del gobierno una nueva voluntad política: la de los
hombres y mujeres de este país que hacen fértil la semilla de la democracia y
la justicia.
Sí. Con esas palabras: para lograr la paz se
necesita un nuevo gobierno. Un gobierno –entiéndase– que no es un nuevo tipo de
Estado; que no es una nueva forma de Estado; que no demanda una nueva
Constitución, independientemente a que objetemos algunas disposiciones que no se
corresponden con el desarrollo de las fuerzas económicas, sociales y políticas
en el país desde que se consagró hace un siglo el texto de Núñez. Un nuevo
gobierno que sea expresión del pluralismo y la concertación de mayorías y que
integre la voluntad y el alma nacionales.
Este es hoy el dilema de la paz: gobierno nacional
o gobierno de oligarquías. Porque la paz no es militarismo o subversión, sino
patria o antipatria. Porque lo que estamos viviendo no es una guerra civil,
sino una guerra oligárquica contra las mayorías empeñadas primero en evitarla y
abocadas ahora a la única solución posible: ganarla. Porque ante el dilema
cierto que formulamos, está comprometido el destino de todos, el presente de
nuestros hijos y el fin esencial del Estado, entendido éste como la realización
del bien común.
Por todo ello, convocamos al poder jurisdiccional
a encarar el destino de la nación y a asumir el papel protagónico que le
corresponde en su condición de poder público cuyo único origen es el
constituyente primario, el pueblo, y que sólo a él se debe.
En la más sana doctrina constitucional, el poder
jurisdiccional es un poder autónomo y, como tal, no está instituido para asumir
la defensa del ejecutivo ni del legislativo. Su propia constitución, basada en
el privilegio de la cooptación, lo enajena de cualquier intromisión perniciosa
de otro poder, y garantiza su independencia; independencia de nación en la cual
hoy confía la patria entera.
La participación que pedimos del poder
jurisdiccional en la búsqueda de soluciones políticas negociadas de mayorías
–además de ser un imperativo moral–, es una petición amparada por su propio
fuero constitucional, al tenor del Art. 55, que establece la colaboración
armónica de las ramas del poder público en la realización de los fines del
Estado. Sobre todo cuando, incurriendo en negligencia agravada y traición a la
patria, han fracasado el ejecutivo y el legislativo, que asumen como mandato la
voluntad de las minorías, y en razón del mismo gobiernan en contra del interés
nacional, resguardándose con la irresponsabilidad política que la Constitución
consagra en la relación electores y elegidos en favor de los gobernantes.
Honorables Magistrados: llegó la hora del pueblo,
la hora de la nación. Los convoca la defensa de la democracia, extinguida a lo
largo del ejercicio arbitrario que han hecho los gobernantes del poder. Los
convoca la necesidad que tiene la patria de que ustedes, con las mayorías,
aportemos al logro de una decisión imaginativa y creadora por la salud
política, social y moral de la República. La patria los sabrá recompensar.
Ante ustedes, Honorables Magistrados, los hechos
de la petición.
4. LOS HECHOS DE LA PETICIÓN
La defensa de nuestro cuerpo constitucional no
puede ser intangible ni abstracta. La defensa de nuestro cuerpo constitucional
es para garantizar la convivencia de la comunidad nacional en el goce pleno de
la justicia social y en el ejercicio real de los derechos democráticos.
En el marco del cuerpo constitucional sólo actúa
aquel gobierno cuya finalidad es procurar la felicidad y el desarrollo armónico
e integral del pueblo en todas las esferas de la vida social. Por ello, es el
gran administrador de todos los recursos que produce el pueblo-nación. Y
alcanza tamaña investidura para obligarse a realizar los derechos del hombre:
el derecho a la vida, al trabajo, a la educación, la salud, el techo, los
servicios públicos, la justicia, la participación política, la dignidad, la
soberanía nacional.
Esta guerra por la paz tiene el significado de los
grandes movimientos nacionales del siglo XVIII: es la lucha por derechos que
hace doscientos años se consagraron como obligación de los gobiernos. En
nuestra patria el gobierno tiene 175 años de estar en mora con el
pueblo-nación.
Si no se cumple con esta obligación, no se es
gobierno sino desgobierno. En cambio, los patriotas que se levantan por los
derechos del hombre y para ello tienen que desterrar al desgobierno, son
orgullo y ejemplo de su comunidad.
Este ejército de Bolívar, como fuerza política y
moral, abraza el cuerpo constitucional para desterrar al desgobierno y lograr
la paz. Así, en su propósito, en sus hechos, se hace identidad, corazón y
decisión para las grandes mayorías. Confirmamos a la nación, entonces, que la
lucha por desterrar al desgobierno no riñe con la defensa del cuerpo
constitucional.
Otra intención, antipopular e inmoral, es la de
gobernantes y editorialistas de la oligarquía, quienes buscan la impunidad en
una supuesta defensa –abstracta, intangible– del estado de derecho: para actuar
como si la nación fuesen ellos mismos, ellos solos; para montar sin
impedimentos sus grandes negociados, sus grandes peculados; y para cargar en la
espalda del pueblo, dándoles el carácter de nacionales, sus empréstitos con la
banca internacional, obligando al ciudadano a pagar estas deudas que son, por
lo general, resultado de la malversación o el ilícito.
Más grave aún es pretender hacer de la defensa
abstracta del estado de derecho, sinónimo de la defensa de la patria. En su
nombre, a dos millones de colombianos desempleados se les condena a las
tinieblas del hambre; se espera de 18 millones de compatriotas que se resignen
a vivir sin agua potable; a 600 mil hermanos campesinos se les castiga como
parias sin tierra; y a todos nos condenan a pagar préstamos de casi cinco mil
millones de dólares (algo así como 800 mil millones de pesos), cuyo usufructo
sólo conocieron cuatro grupos económicos.
No vamos a permitir, pues, que esta minoría siga
amparando su impunidad con la defensa de un cuerpo constitucional que ni acata
ni respeta, que sólo asume como escudo para la injusticia y como mampara de su
acción antisocial y antipopular.
Esta demanda armada es también para que se
castigue a quienes han desaparecido a 700 compatriotas en menos de dos años (a
razón de un desaparecido por día), a quienes asesinan y torturan a los
abanderados del cambio; a quienes causan el éxodo forzoso de campesinos porque
les están bombardeando sus propiedades en un intento vano de aniquilar la
esperanza democrática; a quienes se ensañan en los jueces para impedir el pago
de sus culpas.
Esta demanda armada es por el pueblo, para que
salga a relucir la verdad; verdad que han escondido, verdad que tienen
secuestrada quienes monopolizan la información y hacen la guerra de la
tergiversación, la mentira y la calumnia contra la paz.
Esta demanda es para que la palabra armada no
permita que la mentira del informador oficial siga ofendiendo a la palabra del
hombre inconforme, en vano esfuerzo por hacerla inocua e inofensiva.
El Diálogo Nacional, concebido como instrumento de
participación democrática, fue amordazado; y la oligarquía –envanecida por la
supuesta fuerza de su ejército– pretendió ocultar su traición tras un vacuo
monólogo. Pero el pueblo no olvida los términos del compromiso asumido de cara
al país: “Como parte esencial del presente acuerdo, se convocará a un Diálogo
Nacional en el que participen, con plena representatividad, las distintas
fuerzas del país. Ese gran debate político tendrá por temas centrales: la
discusión y desarrollo democrático de las reformas políticas, económicas y
sociales que requiere y demanda el país”.
Por eso, invocamos a Rafael Uribe Uribe, y
decimos: “Lo que ayer fue una simple petición pacífica, hoy es una demanda a
mano armada...”
Honorables Magistrados, ante ustedes están los
hechos acusatorios. Un pueblo que acude ante quienes ha investido de poder y ha
constituido como tribunal superior, espera su concurso para que se declare la
verdad; y está listo para hacer justicia, justicia.
4.1 Acusamos al gobierno de minorías de Belisario
Betancur de firmar el acuerdo de cese del fuego y Diálogo Nacional con actitud
dolosa y mal intencionada, abusando de la confianza de la nación y deshonrando
su alta investidura.
Monseñor Darío Castrillón afirmó hace algunos
meses, al término de una reunión del CELAM, que era tal el enajenamiento y
abandono de la paz por parte de la clase dirigente, que muchos desconocían el
texto y contenido de los acuerdos. Tal sindicación le cabe, en primer lugar, al
Presidente de la República, con el agravante inexcusable que ello implica y lo
inadmisible que resulta. El 20 de julio de 1985, Belisario Betancur afirmó en
el acto de apertura de sesiones del Congreso: “Se acordó un período de tregua,
cuyo significado es básicamente la suspensión de hostigamientos, hostilidades y
agresiones contra las Fuerzas Armadas por parte de los insurrectos. Esto es así
porque en la defensa de la democracia y de las instituciones, ni el Gobierno ni
las Fuerzas Armadas pueden permitirse tregua alguna”.
He aquí, de cuerpo entero, el desconocimiento de
los acuerdos de agosto de 1984, y la decisión de militarizar la tregua desde el
momento mismo de su firma. Porque contrariamente a lo anterior, en aquella
ocasión el gobierno firmó:
“Orden Presidencial: el señor Presidente de la
República, en la oportunidad debida, ordenará a las autoridades civiles y
militares bajo su mando, la suspensión de todas las acciones que, en guarda del
orden público, han venido adelantando contra el partido Comunista de Colombia
(M-L), el EPL y el M-19, como organizaciones, así como contra las personas que
las integran”.
El cinismo de esta traición es inconcebible.
¿Podrá argumentar Betancur que no sabía que los acuerdos de cese del fuego son
forzosamente bilaterales? ¿Cómo es posible que haya olvidado que él mismo, en
calidad de comandante de las Fuerzas Armadas se comprometió a ordenar la
suspensión de las acciones de persecución y represión contra nuestras
organizaciones y sus integrantes, en tanto fuere vigente el acuerdo?
La concepción expresada el 20 de julio explica las
múltiples violaciones del ejército al cese del fuego: sencillamente para las
Fuerzas Armadas y para el Gobierno no existían obligaciones. La tregua para el
gobierno y el ejército era unilateral, era nuestra; entonces, ¿para qué
Comisión de Verificación?
La respuesta la da el mismo Presidente, quien
también niega los objetivos con los que se comprometió. Su discurso ante el
Congreso ya no se refiere al propósito de cesar los enfrentamientos para sentar
las bases de las reformas necesarias, sino que afirma que la intención
fundamental era la derrota y el aniquilamiento del movimiento guerrillero: “La
finalidad última y esencial que el Gobierno ha perseguido cuando trata con la
subversión, es procurar su desarme con todos los sentidos de la palabra: su
desarme político, su desarme moral, su desarme material”.
La decisión de aniquilar a los movimientos
populares alzados en armas no puede ser más evidente. Por tanto, y con base en
la declaración del propio acusado, queda clara la mala fe y el engaño contra la
nación en que incurrió el Gobierno en el momento de la firma del acuerdo.
4.2 Acusamos al gobierno de impedir la expresión y
participación ciudadana en la búsqueda de soluciones políticas negociadas a los
profundos antagonismos sociales que vive la nación colombiana y de promover la
guerra fratricida.
Así como se materializó la tregua, así como se
desconocieron los pactos de cese del fuego, el elemento esencial del acuerdo
–el Diálogo Nacional- fue impedido, burocratizado y hecho caricatura. En este
sentido es justa la afirmación del Procurador General de la Nación, cuando
contrasta la actitud de la patria en armas con la del Gobierno:
“Hay un vacío inmenso por la falta de interlocutor
ante los reclamos insistentes de la sociedad nueva en el proceso de
pacificación... (...) los que tienen las barajas completas de los poderes por
repartir no están participando en el Diálogo, que no es una tertulia sino un
proceso de negociación, en el cual no hay dos partes sino únicamente la que
reclama y ninguna que responda si acepta o no las propuestas transformadoras de
la sociedad”.
La tertulia que fue lo proyectado como un Diálogo
Nacional, comenzó seis meses después de firmado el acuerdo, ya desfigurado el
propósito inicial y sustraído de la participación plena de la representatividad
de las diversas fuerzas sociales del país.
El Diálogo, que debía realizarse con la
participación de todos, en los barrios, las fábricas, las escuelas, las
agremiaciones, las veredas, y en todos los núcleos de vida ciudadana, fue
encerrado en fríos recintos de la capital de la República, y con frecuencia,
sus promotores fueron agredidos o limitados en su acción por las autoridades
competentes. Ello no impidió que en los actos públicos realizados en 450
municipios del país por el M-19 para preparar el Diálogo, el pueblo dejara
sentada su voluntad de participación y su entusiasmo de gobierno.
Las comisiones del diálogo, si bien reunieron
voluntades progresistas convencidas de la necesidad y justeza del propósito del
pacto de Corinto, Hobo y Medellín, no resultaron suficientes para retornarle al
Diálogo su carácter de instrumento de participación democrática de mayorías,
como se había acordado.
4.2.1 Los términos del acuerdo definen claramente
el intento más imaginativo y creador de alcanzar una solución política
negociada a los grandes antagonismos sociales y los conflictos
político-militares en torno a las legítimas pretensiones ciudadanas de
participar en la conducción del destino nacional.
El Diálogo Nacional apuntaba hacia un gran acuerdo
nacional según el cual pactaríamos y sentaríamos las bases del modelo de
desarrollo político y social más humanista con que se haya pretendido conducir
a la nación. De hecho, con el acuerdo, convinimos unos pilares para una nueva
manera de gobernar al país.
Tal y no otro es el significado del Diálogo, como
instrumento de participación de “las distintas fuerzas del país” para la
“discusión y desarrollo democrático de las reformas económicas, políticas y sociales
que requiere y demanda el país”, según reza el texto del acuerdo.
Ello supone también la aceptación de que las
instituciones vigentes se hallan vacías de pueblo, que su legitimidad está
afectada, que en su estrechez no cabe la nación, que no son canales que
conducen la voluntad y las demandas populares cuya expresión está, por tanto,
asfixiada y limitada.
(Las cifras de la Registraduría Nacional, para
este caso, son elocuentes: el volumen de la abstención para la Cámara de
Representantes en las elecciones de 1982 alcanzó la escandalosa cifra del 75%.
En el mismo año, los liberales movilizaron a 16 de cada 100 ciudadanos en edad
de votar, y los conservadores a 9 de cada 100. Así de triste y fría es la
soledad del Congreso de la República y de los partidos políticos tradicionales,
como instituciones representativas).
De lo anterior se desprende que el acuerdo del 24
de agosto apuntaba, en lo inmediato, a remediar las causas subjetivas de la
rebeldía popular, al definir un escenario novedoso para el ejercicio
democrático de las mayorías en el terreno institucional.
4.2.2 La decisión minoritaria de impedir la
participación democrática de las mayorías, se materializó en hechos de gobierno
claramente atentatorios de las libertades ciudadanas entre los que se destacan
los siguientes:
-La prohibición del Congreso de la Paz y la
Democracia, convocado por el M-19 desde Los Robles, Cauca, y al cual habían
aceptado asistir representantes de todas las fuerzas y sectores de la vida
nacional, para discutir los caminos de la paz ante la decisión de traicionarla,
demostrada por el gobierno al romper el cese del fuego con su ofensiva contra
nuestro campamento en Yarumales.
-La prohibición de los Campamentos de la Paz,
promovidos por el M-19 en las principales ciudades del país, y que eran una
forma novedosa de autogestión en favor del desarrollo comunitario y del
ejercicio de los derechos esenciales del hombre.
-La prohibición del Paro Cívico Nacional del 20 de
junio de este año, convocado por los trabajadores, que ante el terror ejercido
por las fuerzas institucionales, puso a la gente ante la disyuntiva de
protestar o combatir contra tanques.
4.3 Acusamos al gobierno de romper la tregua
mediante continuas agresiones contra las fuerzas populares alzadas en armas que
suscribieron el acuerdo de cese del fuego y Diálogo Nacional.
En base al espíritu gubernamental reflejado en las
declaraciones del presidente Betancur ante el Congreso de la República, el
pasado 20 de julio, según las cuales la naturaleza de la tregua era unilateral,
el gobierno es responsable de ordenar las siguientes agresiones contra las
organizaciones firmantes del acuerdo y sus miembros:
4.3.1 Agresiones al EPL. En la primera semana de
septiembre de 1984, el Ejército Popular de Liberación fue objeto de la primera
agresión del ejército, y sus fuerzas se vieron comprometidas en combate en
Riosucio, Caldas.
Desde entonces, esta organización hermana ha
enfrentado numerosos atentados contra sus militantes, al igual que acciones de
hostigamiento a sus fuerzas por parte del ejército oficial. No incluimos el
detalle de tales agresiones por considerar que debe ser la Dirección del EPL la
que allegue dicha relación, la cual solicitamos sea incluida bajo el presente
numeral de esta demanda.
4.3.2 Agresiones al M-19
a) Yarumales o el rompimiento de la tregua por
parte del Gobierno:
El Diálogo al que todos nos habíamos comprometido,
no sólo enfrentó los efectos de la negligencia agravada del Gobierno, sino la
deserción del Congreso, el alto clero, los partidos tradicionales y los
gremios. Pero no del pueblo, que manifestó su entusiasmo y adhesión en todos
los actos preparativos del Diálogo, convocados por el M-19. Al igual que en
Corinto y El Hobo, cuando firmamos el acuerdo, las plazas de Cali, Medellín, Barranquilla,
Bucaramanga, Ibagué y otras ciudades fueron escenario de la masiva respuesta
popular ante la convocatoria democrática.
Para una clase dirigente acostumbrada a conspirar
en salones y pasillos, y con terror al pronunciamiento del pueblo, esta expresión
masiva por el cambio rebasó el límite de su tolerancia. Por ello decidió
aniquilar a la fuerza garante de ese cambio. Y con argumentos de reconocida
falsedad, el ejército cercó y atacó por 22 días el campamento de nuestra Fuerza
Militar, ubicado en lo alto de la vereda de Yarumales, municipio de Corinto,
Cauca.
Los combates se iniciaron el 11 de diciembre y
desde días antes el M-19 había procurado evitarlos denunciando la cercanía de
la tropa y demandando la presencia de la Comisión de Verificación. Entre el 11
y el 15 de diciembre, el comandante Álvaro Fayad hace presencia en Bogotá en
procura de parar el enfrentamiento; para ello se reúne en varias oportunidades
con Bernardo Ramírez, el Ministro de Gobierno, y personalidades de la Comisión
de Paz. En su presencia, el Ministro Castro sentencia a Fayad con la
disyuntiva: “ríndase o lo aniquilamos”. Y entonces, con la dignidad del
colombiano que se debe al futuro de la nación, con la certeza de la fuerza
moral y militar que nos asiste y con la absoluta seguridad de que nuestra
victoria garantiza la continuidad del proceso de paz y el destino democrático
de nuestro pueblo, Fayad marcha a Yarumales a asumir el reto del porvenir.
No pudiendo lograr su objetivo de aniquilamiento
rápido –prometido por los altos mandos-, generando un conflicto social y
político incontrolable ante el éxodo de campesinos de la región y habiendo
sufrido derrotas contundentes e inesperadas, por parte de nuestras fuerzas, el
Gobierno negoció con el M-19 la ratificación del acuerdo de Corinto, al cual se
incorporaron nuevas cláusulas, el 4 de enero de 1985.
Este nuevo convenio, suscrito por el representante
personal del Presidente, Bernardo Ramírez, miembros de la Comisión de Paz, y la
Dirección del M-19, contemplaba los siguientes aspectos:
1º. El cese del fuego seguirá regido por las
mismas condiciones impuestas mediante el convenio firmado el 24 de agosto de
1.984.
2º. El ejército cesaría hostilidades contra la
fuerza guerrillera del M-19 y ésta aceptaría reubicarse en el sitio de Los
Robles, Cauca, a cuatro kilómetros de distancia del campamento atacado.
3º. Establecimiento de una línea demarcatoria
entre las posiciones del ejército y la guerrilla, para que ésta se desplazara
hacia su nuevo campamento, y una vez instalada en él, se evitaran nuevos
choques.
4º. Aceptación del gobierno de que la zona de
permanencia de la guerrilla no sería considerada zona de guerra y, por tanto,
se garantizaba el respeto a la vida civil, el libre tránsito por las carreteras
y el libre acceso al campamento del M-19.
La batalla de Yarumales confirmó el salto en
calidad que habían dado las fuerzas de la democracia en Colombia. Ahí la
derrota del ejército anunció lo que acababan de confirmar los comandantes Fayad
y Pizarro en el parte final de la campaña De pie Colombia: donde se paran las
fuerzas de la democracia, el ejército oligárquico ya no entrará.
El 5 de enero los términos del nuevo acuerdo ya
habían sido violados por el ejército: la detención e intimidación a los
campesinos, los retenes militares en los caminos y la permanencia de la tropa
en los puntos que se había comprometido a desalojar, denuncian la actitud
dolosa y unilateral del Gobierno ante el compromiso de cese del fuego
ratificado pocas horas antes.
Por otra parte, el 10 de enero el EPL denunciaba
el cerco militar y el hostigamiento a sus fuerzas en Antioquia, Caldas y
Risaralda.
b) Los Robles: la provocación oficial.
No habían pasado diez días desde la ratificación
del cese del fuego, cuando el Ministro de Gobierno, Jaime Castro, cuestionó el
establecimiento de la guerrilla en una zona determinada, contradiciendo una
verdad elemental y apenas obvia: una fuerza militar en tregua requiere de un
espacio geográfico para vivir, y en tanto fuerza militar reconocida como fuerza
beligerante por virtud de los acuerdos con el gobierno y de la voluntad
popular, tiene derecho a los aseguramientos necesarios para su defensa, máxime
cuando ya ha sido agredida con intención de aniquilamiento. No fue éste el
primero ni el único ataque al espíritu del acuerdo pactado, en boca del
Ministro de Gobierno, quien planteó, además, la entrega de las armas por la
guerrilla, no contemplada en el acuerdo en ninguno de sus apartes.
El 19 de enero el M-19 denuncia el incumplimiento
gubernamental, informando sobre la peligrosa cercanía de patrullas militares a
su campamento de Los Robles, el control de vías, y el hostigamiento a los
habitantes de la región. La militarización se recrudeció en febrero, cuando se
impidió el paso de 15 mil personas que deseaban participar en el Congreso de la
Paz convocado por el M-19 en Los Robles, lo cual fue una clara demostración a
la violación de los derechos de libre expresión, asociación y movilización en
el territorio patrio.
El cerco militar contra nuestro campamento de Los
Robles siguió cerrándose después de los días del Congreso. Según informes de la
población civil, la intención manifiesta del ejército era condenar a nuestra
fuerza a un cerco de hambre, situación que afectaba por igual a los campesinos
de la región. Nuestra fuerza militar subsistió con las provisiones que lograron
eludir el cerco y gracias al apoyo de la población civil. No obstante, estos
esfuerzos costaron la vida de cuatro compatriotas, en Rionegro, el 28 de
febrero de 1985.
En efecto, en la noche del 28 de febrero son
emboscados y asesinados a mansalva, en uno de los caminos de salida de la
población, dos oficiales de nuestra Fuerza Militar -vestidos de civil y
desarmados-: los compañeros Guillermo Céspedes y Gilberto Montero, y dos
jóvenes, vecinos de Rionegro, que les acompañaban: Edwin Rivera y Jorge lván
Medina. Del criminal hecho son testigos los habitantes de esta población
caucana, quienes enfrentaron con una airada protesta a los asesinos: una
patrulla militar que permaneció toda la noche y parte del día siguiente
vigilando los cadáveres de sus víctimas; según informes de la población,
existen evidencias que permiten comprobar que tras la emboscada cobarde, fueron
rematados Guillermo Céspedes y Edwin Rivera.
Al igual que en los días anteriores, el M-19
exigió -infructuosamente-, ante la Comisión de Verificación, se tomaran las
medidas certeras para poner fin a las agresiones. La Comisión, en efecto, viajó
a Rionegro el 10 de marzo a investigar los hechos, estableciendo la
responsabilidad del ejército al caracterizar la situación como “emboscada
contra un grupo de civiles”. El informe jamás se dio a conocer.
c) Prohibición de los Campamentos de la Paz,
prohibición de la democracia:
Mientras tanto, en Cali y Bogotá se inauguran los
primeros Campamentos de Paz, trabajo para el cual el M-19 destina a cerca de
500 militantes, cuya actuación sería en adelante pública y abierta.
¿Qué eran realmente los Campamentos de Paz? El
gobierno, los altos mandos y los informadores oficiales pretendieron dar la imagen
de que se trataba de sitios de entrenamiento militar en las ciudades. Lo que
realmente querían ocultar eran el carácter y resultado de esta novedosa
experiencia. El objetivo básico de los Campamentos de Paz era promover la
organización de las comunidades para que éstas asumieran sus problemas y
decidieran cómo resolverlos en ejercicio de sus derechos básicos. El problema
para las autoridades, la amenaza para las minorías, es que el sólo ejercicio de
los derechos básicos por parte de una comunicad decidida a tomar las riendas de
su propio destino, implica el enfrentamiento con quienes están decididas a
negárselos, empezando por las mismas autoridades.
Así, durante el primer mes, el establecimiento de
los Campamentos en Cali significó 120 allanamientos, 60 detenciones y la
mutilación de un compañero, quien perdió sus testículos al ser tirado al suelo
y abaleado a quemarropa por un agente de los organismos de seguridad del
Estado. Este es el hecho real y tangible para las comunidades más pobres: en
Colombia sólo se pueden ejercer los derechos consagrados hace 200 años,
peleando.
Hoy los campamentos son áreas geográficas y
sociales donde las comunidades continúan luchando para hacer valer sus derechos
elementales, y para ello cuentan con la fuerza de su decisión y una fuerza
militar surgida de su propio seno: las Milicias.
d) El desalojo de Los Robles, nuevo esfuerzo del
M-19 por la Paz:
Nuestras innumerables exigencias por que se
investigara y controlara el cumplimiento de los acuerdos son inútiles, y ello
se explica mejor cuando, el 13 de marzo, las Fuerzas Armadas se adjudican
-mediante comunicado del Ministerio de Defensa- el papel de verificadoras del
proceso y reiteran que no existe territorio vedado para su acción. Ello se
interpreta como el anuncio de nuevos ataques a las fuerzas guerrilleras en
tregua.
Esta declaratoria era, de todas formas,
innecesaria, ya que ante la imposibilidad de abastecimiento, la proximidad cada
vez más peligrosa de la tropa, lo infructuoso de la gestión de las Comisiones de
Verificación, la instalación de morteros de 80 y 120 m.m., ametralladoras,
cañones y tanquetas en la zona de Los Robles, y con el empeño de evitar nuevos
enfrentamientos, se decide el desalojo de nuestra Fuerza Militar del
campamento, para buscar una nueva ubicación.
e) Las agresiones oficiales en Pradera y Buga:
La presencia de niños y adolescentes campesinos
que buscaron refugio a nuestro lado, ante los continuos atropellos a que eran
sometidos por el ejército, imprime nuevas características a la marcha de la
patria en armas por los senderos de la montaña. La lentitud con que centenares
de combatientes y civiles recorren la cordillera, hace fácil su detección.
Mientras la clase política y los gremios continúan
bombardeando y condicionando el proceso de paz a la entrega de armas por parte
de la guerrilla, el 15 de marzo 60.000 personas responden positivamente a la
convocatoria del M-19 de realizar un acto de “Desagravio a la Paz”, el cual se
efectúa en Bogotá en medio de un estricto control militar. Nuestro comandante
Álvaro Fayad declara en la misma fecha que los acuerdos de paz están rotos en
virtud de la actitud oficial, y reclama del gobierno no sólo gestos sino hechos
de paz.
El 16 de marzo el ejército bloquea un foro
convocado por el EPL en Uré, medio San Jorge, y mantiene sus operaciones de
control y hostigamiento en el Alto Sinú, San Jorge y sabanas de Córdoba.
Y mientras que la clase política se enfrasca en el
debate sobre la entrega de armas y el ejército prepara sus nuevas ofensivas, el
26 de marzo se reúnen en México Bernardo Ramírez, Carlos Jiménez, Gabriel
García Márquez y Álvaro Fayad. El gobierno propone al M-19, a través de sus
representantes, airear el proceso con nuevos gestos de paz.
Pero a estas alturas del proceso, el problema ya no
es de gestos porque el 30 de marzo -mientras el Presidente prepara un viaje al
exterior y el Comandante del Ejército anuncia un “plan presencia para luchar
contra la subversión apátrida y anarquista”- en Pradera, Valle, se ha lanzado
una nueva ofensiva contra las fuerzas del M-19 acampadas en ese municipio. El
31 de marzo los combates se intensifican y extienden hasta Palmira.
En un intento por salvar la tregua y posibilitar
los desarrollos del Diálogo, el comandante Carlos Pizarro se compromete con el doctor
Álvaro Leyva, de la Comisión de Verificación, a cesar el fuego y buscar una
nueva ubicación para nuestras fuerzas.
En vísperas del 19 de abril, aniversario del M-19,
el ejército militariza las principales ciudades del país, y la capital
vallecaucana es copada totalmente. No obstante, el 19 de abril transcurre como
un día cívico: los niños de Cali no van a la escuela y el comercio abre
parcialmente. En la plaza de San Nicolás se celebra una gran fiesta popular,
desafiando la presencia amenazante de la tropa y sus tanquetas, y en el resto
del país de celebran otros actos políticos.
El 30 de abril se producen combates en Tierra
alta, Córdoba, entre el EPL y el ejército.
A comienzos de mayo se cierra un nuevo cerco
militar contra las fuerzas del M-19 en el Valle. El 7, el ejército ataca
nuestras posiciones en el sitio de La Magdalena, municipio de Buga. Su objetivo
es lograr la retirada de nuestras unidades para emboscarlas, pero las fuerzas
del M-19 no se mueven de su posiciones, ni aún ante la presencia de los
helicópteros artillados, uno de los cuales resulta derribado. El ejército sufre
varias bajas, y pierde dos ametralladoras, varios fusiles y munición. Dos
militares son hechos prisioneros: uno, por estar herido, es confiado a los
cuidados de una familia campesina de la zona, y se inician gestiones para la
entrega del segundo, el soldado Eugenio Beltrán Riascos. (Tal vez interese
saber a los Honorables Magistrados que dicho hombre ha permanecido por cinco
meses como prisionero de guerra, a pesar de los continuos esfuerzos que hemos
realizado para entregarlo en condiciones que garanticen su integridad personal
y moral. La misma situación se repite cuando, el 1º de octubre del año en
curso, tras el asalto realizado por unidades nuestras contra el campamento de
una patrulla militar adscrita al Batallón Caicedo, quedan retenidos los cabos
segundos Iván Alarcón y Luis Eduardo Mendoza, y los soldados Blas Calderón y
Heber Sotero. Los altos mandos niegan inicialmente que existan prisioneros, y
ante las pruebas presentadas por nosotros a través de los medios de prensa, los
abandona a su suerte, negando su autorización para que representantes de
organismos humanitarios suban a nuestro campamento a recibirlos).
La Comisión de Verificación no llega a la zona en conflicto
y se atiene a la información del ejército, perdiéndose totalmente de sus
objetivos y razón de ser, porque su gestión se reduce a justificar la agresión
oficial. Se argumenta que el M-19 ha derribado un helicóptero que estaba
recogiendo heridos, y que se ensaña en sus ocupantes y los masacra. Dos meses
después de haberse dado a conocer esta versión falsa de la realidad, serán los
mismos comisionados –Monseñor Darío Castrillón, Álvaro Leyva, y Cornelio Reyes-
quienes la rectifican públicamente: ante ellos ha confesado el general Molano
sobre la actitud ofensiva de los helicópteros y el trato humanitario que
recibieron los militares heridos, tras el combate, por parte de nuestras
fuerzas. Si bien reconocemos en esta rectificación pública el sentido del deber
de tales comisionados, consideramos que se dejó impune el cinismo demostrado
por los altos mandos al tergiversar y calumniar el talante de la nueva moral y
la nueva ética que muestra la patria en armas con sus hechos por humanizar esta
guerra. En todo caso, en aquel momento el país desconoció los hechos y la
agresión prosiguió su curso amparándose tras la calumnia. El 17 de mayo,
mientras seguían los combates, el comandante Gustavo Arias ratifica ante la
prensa nuestra decisión de persistir en los esfuerzos por el desarrollo del
proceso de paz según los términos del acuerdo de agosto.
Gustavo Arias hablaba con la autoridad moral y
militar de jefe de un ejército que estaba derrotando la agresión de su
adversario y fortaleciéndose en el combate para defender su concepción y una
manera de solución al conflicto social y político, que no era otra diferente a
la planteada en el acuerdo de cese del fuego y Diálogo Nacional.
Su voz no encontró interlocutores en el Gobierno,
y siguieron los enfrentamientos. El 21 de mayo fue detenido el comandante
Antonio Navarro, miembro de la Comisión Nacional del Diálogo del M-19, junto
con dos compañeros, cuando se dirigían con un grupo de periodistas hacia La
Magdalena, para la entrega del soldado detenido. Navarro y los otros fueron
puestos en libertad, del Batallón Palacé, en la madrugada del 23 de mayo y
pocas horas después nuestro tercer comandante es herido -con otros cinco
compañeros- y pierde su pierna izquierda como consecuencia del atentado
realizado por elementos del B-2 del ejército.
Nuestros compañeros identificaron a uno de sus
agresores entre el personal que apostaron los organismos de seguridad del
Estado en el Hospital Universitario de Cali, donde eran atendidos, y aunque
formularon la denuncia, el procurador regional se negó a consignarla y darle
trámite, como era del caso hacer.
Vale señalar que nunca tuvo aplicación alguna el
ordinal C de la postdata del acuerdo del 24 de agosto, según el cual el
gobierno definiría “los criterios y procedimientos encaminados a garantizar la
seguridad de los representantes del M-19 y del EPL designados para participar
en los actos públicos y deliberaciones del Diálogo Nacional”.
El 29 de mayo el ejército impide, por tercera vez,
la entrega del soldado detenido y sigue obstaculizando la presencia de la
Comisión de Verificación en la zona del conflicto. Así, finaliza mayo y
comienza junio con intensos enfrentamientos en el Valle y con el éxodo de
campesinos, ante el bombardeo indiscriminado que practica el ejército en las zonas
de combate. El 9 de junio se produce la batalla de Pichichí, en la que tropas
de los batallones José Hilario López, Pichincha, Palacé, San Mateo y Colombia,
enfrentaron la decisión de los hombres de la democracia, dispuestos a defender
con sus vidas la causa de la paz y la dignidad.
En este combate mueren tres compañeros nuestros y
otros tres resultan heridos; el ejército, por su parte, tuvo 7 muertos y 10
heridos. Tal es el saldo registrado en el combate, pero no el único, porque la
locura oficial se manifiesta en el desespero en el campo de batalla y ese día
se demostró con la matanza de bañistas en los ríos Guavas y Guavitas, de
trabajadores del ingenio Pichichí, y el incendio de cañaduzales en la zona, por
parte de los efectivos del ejército.
Hasta aquel momento, las fuerzas del M-19 no
habían realizado ni una acción ofensiva que no se correspondiera con las
necesidades de defensa, impuestas por la constante agresión oficial.
Empeñados como estábamos en consolidar el Diálogo
Nacional como instrumento de un gran acuerdo nacional para solucionar nuestros
conflictos por las vías de la participación y la negociación, aguantamos todas
las agresiones: aguantamos el asesinato de Carlos Toledo, la emboscada contra
Carlos Pizarro y los integrantes de la columna bajo su mando horas antes de la
firma del acuerdo, el intento de asesinato contra Navarro y otros cinco
compañeros, las detenciones, desapariciones y torturas contra numerosos
compañeros y sus familiares, y la misma agresión militar contra nuestra fuerza.
Y desafiamos al gobierno, a las Fuerzas Armadas, a
que presenten pruebas de un solo hecho, uno solo, violatorio del acuerdo en el
que haya estado comprometida cualquier unidad del M-19. Simplemente no hubo
ninguno, y así llegamos hasta los preparativos del Paro Cívico Nacional,
convocado como acto de protesta de las clases trabajadoras contra la política
del mal gobierno.
Los colombianos asistimos entonces al espectáculo
aberrante de un Presidente que, primero, apoyó el derecho de la protesta que asiste
a cualquier ciudadano, y a sólo tres días de haberlo declarado así, lo
prohibió. No sólo eso: militarizó el espacio de la protesta social; se ocuparon
militarmente las calles, los parques y los barrios. Y no se trataba de una
ocupación cualquiera sino una que se corresponde a la decisión de
aniquilamiento con que un ejército le disputa el terreno a su enemigo. Esta fue
la confirmación de que no existía voluntad de realizar la paz con las mayorías
y de la naturaleza antinacional del ejército oficial, así como de su condición
de ejército de ocupación.
Ante este hecho, ya no de ataque contra nuestros
militantes o estructuras, sino de clara y directa agresión contra el
pueblo-nación –al que se le puso manos arriba– y teniendo en cuenta la
violación sistemática de la tregua, exhibida de cuerpo entero desde el momento
mismo de su firma (concordante con las declaraciones que hizo el Presidente
cuando se atrevió a declarar ante el Congreso y la nación lo que había asumido
desde mucho antes) definimos cesar en nuestra actitud defensiva y asumir una
actitud ofensiva contra ese gobierno de minorías y su ejército de ocupación.
Así lo declaró, en nombre del M-19, el comandante
Carlos Pizarro, el 21 de junio del presente año. Lo que hicieron entonces los
enemigos de la paz fue reafirmar la mentira oficial con que se ha pretendido
confundir a la opinión pública. Falsearon las declaraciones de Pizarro y
mostraron al M-19 retractándose de su decisión de respetar una tregua que desde
seis meses antes no existía, de una tregua que el mismo Presidente declaró
luego que nunca existió. Y ante su incapacidad de vencernos en el campo de
batalla, pretendieron vencer a las fuerzas de la democracia con el manejo vil y
calumnioso de una guerra de información contra la paz al tiempo que proseguían
sus vanos esfuerzos por aniquilar a las fuerzas garantes de este proceso.
Muchos sectores de la opinión pública desconocen
la realidad de las campañas victoriosas en las que se ha consolidado el
ejército de la democracia; desconoce los crímenes perpetrados por las fuerzas
oficiales en las zonas de conflicto; y desconoce la realidad de poblaciones
enteras de los barrios marginales y de las veredas campesinas que hoy combaten
victoriosas engrosando las filas de la patria en armas. Finalmente, se
desconoce la irresponsabilidad absoluta del Gobierno y los altos mandos frente
a sus subalternos y frente a la población civil de las zonas rurales
bombardeadas y saqueadas en nombre de la nación.
Que el ejército revele la cifra real de muertos y
heridos que ha sufrido. Que confiese la identidad de los numerosos cadáveres
que exhibe como guerrilleros muertos en combate, de quienes nosotros tenemos la
certeza –cómo no– de que no lo son. Que el Gobierno explique por qué pretendía
abandonar a los once heridos que tenían en La Virgen declarándolos muertos, y
por qué tanto interés de su Ministro de Defensa en dejar a su suerte a los
prisioneros de guerra por el ejército de la democracia.
La respuesta es obvia: su fracaso. Porque esta
guerra la están perdiendo ellos –los representantes de las minorías– y hoy se
erige una fuerza de mayorías que convoca a la patria entera a desterrar para
siempre a los malos gobernantes e imponer desde el gobierno la voluntad
nacional.
La tergiversación informativa es la trinchera
contra la palabra de honor, y sólo produce caos. Esta guerra nos forzaba al
reto más imaginativo y creador por que triunfara la verdad, solamente la verdad
y nada más que la verdad. Y la sabiduría popular nos indicó que se necesitaba
un tribunal como escenario. La guerra de la información contra la paz nos hizo
parir esta decisión y, por eso, aquí estamos.
Exigimos que comparezcan en este Juicio los
miembros de la Comisión de Verificación –que constataron personalmente las
calumnias que, como pretexto, inventaron el Ministro de Defensa y el Estado
Mayor de la III División del ejército -con el aval del Presidente de la
República- para ejecutar el aniquilamiento de las fuerzas garantes del proceso
de paz. Que se hagan públicas las actas levantadas por esta comisión. Y que
declaren públicamente quienes en ella han participado lo que, desde Yarumales,
ellos saben: quién rompió la tregua.
4.4 Acusamos al gobierno de implementar una
política económica y social en contravía a cualquier propósito de paz, de incitación
a la sublevación popular y de entrega de la soberanía nacional.
La estafa social del gobierno. A los clamores de
cambio, salud, educación, empleo, servicios públicos, tierra, el Gobierno
respondió con el argumento tramposo de la paralización de la economía y con
promesas materializadas en exiguas obras que no se corresponden con las
inmensas posibilidades materiales de la nación.
Haciendo caso omiso al compromiso de concertar
soluciones a los problemas del país, el 18 de septiembre de 1984, el señor
Betancur dio a conocer su determinación de acogerse a las pretensiones del
Fondo Monetario Internacional. Olvidar cualquier preocupación por el bienestar
social, por la redistribución del ingreso y por la reactivación de la economía,
son algunas de las tantas causas que agigantan las angustias del pueblo
colombiano.
Esta es plena prueba, entiéndase, de que el
gobierno no tenía ningún interés en cumplir con lo pactado, y lo único que le
quedó de su famoso “propósito de paz” fueron los discursos retóricos del
Presidente incapaces de ocultar una gran verdad: no cumplió.
Pero el incumplimiento del Gobierno, su ausencia
absoluta de voluntad para aliviar las angustias sociales del pueblo colombiano,
abrió las puertas para que las nuevas mayorías se planteasen la necesidad de
avanzar en la elaboración de un Plan Nacional de Emergencia, el cual muestra al
país nuevos modelos de desarrollo económico-social susceptibles de ejecutarse
con un gobierno realmente comprometido con la paz.
Con esta nueva voluntad de gobierno y de paz se
pueden implementar -respetando la libertad de la inversión privada, pero con
autoridad y herramientas suficientes para hacer cumplir la disposición
constitucional que establece la función social de la propiedad privada- medidas
radicales que reactiven la industria y la agricultura, y pongan en términos
positivos el crecimiento de la producción nacional que, para este año, se
espera sea 50% inferior al crecimiento registrado en 1984.
El país no puede seguir transitando por los
caminos de la recesión y el desempleo. Cerca de dos millones de colombianos en
edad de trabajar carecen de empleo y la esperanza que les ofrece la política de
las minorías es el aumento en un 18% de la tasa de desempleo.
Y no podemos olvidar otras recetas del FMI referentes
a la disminución de los salarios y el encarecimiento del costo de vida. Con el
tope de aumento del 10% para los salarios, el gobierno y los empresarios están
imponiendo la disminución de una cuarta parte del consumo familiar de las
clases trabajadoras. Y la inflación -que fue del 18% en 1984- se anuncia
superior al 26% para 1985.
Un gobierno de paz acogería las propuestas de las
centrales sindicales de aumento salarial por encima de los índices de la
inflación, de reforma de la tasa distributiva del ingreso en favor de la
población de menos recursos, y la racionalización del gasto público.
Hoy es vergonzoso el estado deplorable de los
hospitales y centros de salud, a punto de cerrar sus puertas por el recorte en
el presupuesto y el déficit permanente de 19 mil millones de pesos que mantiene
el Gobierno. Contrasta esta reducción de los gastos de salud con la compra de
cuatro corbetas CFV-1500 equipadas con misiles, cuyo sólo costo unitario
cubriría el déficit de todos los hospitales del país.
De igual manera, la aplicación de la medidas
fondo-monetaristas ha significado la reducción de la participación del gasto en
educación, que pasó del 22 al 21.6%. Y así mismo, significan la no inversión en
las entidades que prestan servicios públicos, aplazando para nunca la solución
al problema de agua potable de 10 millones de ciudadanos que carecen de este
servicio, y al de 16 millones que no se benefician del servicio de recolección
de basuras.
No menos importante es la respuesta que esperan
más de 9 millones de colombianos que conforman nuestra población campesina. 200
mil cabezas de familia no poseen tierra, 527 mil tienen parcelas medianas, y
415 son dueños de porciones ínfimas. Este desequilibrio en la propiedad
territorial agraria es la causa de las tomas de tierra realizadas por unas
12.500 familias en los últimos tres años, con un saldo de 400 campesinos
asesinados, más de 500 heridos, y cerca de un millar de detenidos, además de
las pérdidas sufridas en términos de quema de viviendas, daños a los cultivos y
destrucción de mejoras. Así responde el Gobierno de “mano tendida” a la
exigencia de la Reforma Agraria, al clamor por la distribución equilibrada del
crédito, a las necesidades de salud, educación y vías para el agro. 0 en el
mejor de los casos, promete, promete, promete -como a los campesinos que
marcharon sobre Cartagena desde el sur de Bolívar- pero incumple, incumple,
incumple.
La entrega de la soberanía. Un gobierno de paz no
puede poner los recursos de la nación en función de los intereses de la banca
internacional, a costa del sacrificio y la imposición de altos costos sociales.
Jamás podrá haber un gobierno de paz cuando se
entrega el manejo económico de nuestros recursos, porque ello no es compatible
con la sed de justicia social. Las recetas del FMI y su alto costo social,
implican la agudización de los antagonismos sociales que, en los países como el
nuestro, tradicionalmente se intentan resolver con el autoritarismo estatal y
la militarización de la protesta social. En este terreno no cabe ninguna
posibilidad de apertura política. Qué espacio dejó el gobierno a la Paz?
Por las características de nuestra deuda externa,
no existe ninguna razón para haber acogido las condiciones del FMI con las
cuales el gobierno permitió que se hipotecara la nación hasta más allá del año
2.000.
El Gobierno parece creer que Colombia son los
cuatro grupos económicos que acapararon, según palabras del exministro
Junguito, el 80% de los 4 mil millones de dólares a los que ascendía la deuda
externa privada en 1984. Mientras la nación sufre los efectos que genera este
compromiso, se salen con la suya los Santo Domingo, los Ardila Lulle, el Banco
de Colombia y el Banco de Bogotá. ¿Por qué razón tenía que salir el Gobierno
-administrador del dinero de todos y de los recursos de la nación- a
comprometerse por una deuda de particulares, contraída por los malos manejos de
las empresas, cuando gran parte de esos dólares ni siquiera se invirtieron en
el país, sino que engrosaron las cuentas de unos cuantos en el exterior?
Todos los colombianos deben saber que la deuda
externa era de 11 mil millones de dólares -aproximadamente dos billones de
pesos- a diciembre de 1984. La deuda externa pública es de 7 mil millones, y la
deuda de los empresarios y financistas particulares es de 4 mil millones de
dólares.
Más aún: la deuda pública tiene plazos más largos
de pago, de manera que quienes tienen la soga al cuello con la banca
internacional son los cuatro grupos económicos mencionados y no el pueblo ni el
gobierno. Sin embargo, el Gobierno -como siempre- se apoyó en las minorías,
decidió en favor de ellas, y aceptó las condiciones antinacionales y
antipopulares del FMI.
Tampoco desconoce la nación que el 65% del total
de la deuda externa pública ha sido invertida en ocho proyectos
hidroeléctricos. Fuentes oficiales estiman que la mitad de esos dólares se
perdieron en fallas administrativas, despilfarros o simple malversación de
fondos. Y esta situación se repite en otros proyectos de incuestionable valor
para nuestra economía: la revista de la Contraloría de la Nación señala, por
ejemplo, que Cerrejón Centro -uno de los proyectos de explotación energética-
tiene una pérdida de 1.500 millones de dólares por improvisación.
Los colombianos entendemos perfectamente por qué y
para qué cada familia debe a los organismos de crédito internacional 500 mil
pesos (a 1984), lo que equivale a 38 salarios mínimos, y al ritmo de la actual
devaluación, para 1987, una deuda de más de un millón de pesos por familia.
Sólo un nuevo gobierno comprometido con la paz
podrá decir con orgullo de colombiano a todos los acreedores, sí vamos a pagar,
pero a nuestra conveniencia, sin el sacrificio de la colombianidad. De esta
manera, con los dos mil millones que tenemos que pagar anualmente, en dos años,
podríamos satisfacer la necesidad inaplazable de los servicios de agua y
alcantarillado para los compatriotas que carecen de ellos.
La nacionalidad mancillada. Hoy, nuestra América,
el continente más joven, se acerca al sueño bolivariano de constituirse como la
nación-esperanza de la humanidad. La unidad continental se afianza, en tanto
sus pueblos asumen la vocación democrática como destino y razón de sus luchas.
No estamos hoy ante la falsa disyuntiva de
gobiernos civiles o gobiernos militares. Estamos ante una tarea más
imaginativa: gobierno de democracia, gobierno de mayorías, capaces de construir
la patria grande y aportar a la constitución de un nuevo orden económico
internacional así como de formas novedosas de convivencia de los pueblos y los
gobiernos del mundo.
El pueblo peruano ha empezado a demostrar que este
sueño es posible; y el Gobierno de este país hermano es hoy un eslabón decisivo
de la fuerza de la autodeterminación continental frente a las pretensiones
impositivas del gobierno norteamericano.
A los colombianos nos toca, en cambio, asistir
perplejos al espectáculo que protagoniza Betancur en Washington, en abril de
este año, cuando -además de hipotecar nuestra soberanía- sirvió de mensajero a
Reagan. Antes de llegar a la capital estadounidense, nuestro Presidente
recorrió cinco países latinoamericanos, para hacer las veces de portavoz de la
voluntad continental de autodeterminación. Sin embargo, al abandonar
Washington, aceptaba la condición de portavoz de Reagan con un mensaje que desconocía
la legitimidad del gobierno sandinista y los esfuerzos de paz de Contadora. Y
como Pilatos, hizo el mandado y se lavó las manos.
También, en manos del Pilatos de Contadora,
nuestra nación perdió la facultad indelegable de administrar justicia -elemento
esencial de soberanía- por efecto del servil convenio celebrado con la OPIC, el
3 de abril, según el cual las controversias entre el gobierno colombiano y las
empresas norteamericanas serán sometidas a un tribunal de las multinacionales.
Así se mancilló la soberanía, ya afectada con la aprobación del acuerdo de
extradición con Estados Unidos, y la dirección de la DEA en la manera de
enfrentar el narcotráfico.
El futuro de América Latina no descansa en los
gobiernos “civiles” ni en los Pilatos. Está en las fuerzas sociales que empuñan
el mañana, en los pueblos, en los gobiernos de democracia y nacionalismo
erigidos como muros contra el dominio norteamericano.
Rearme en la tregua. De un gobierno de paz no se
puede presumir sino la reducción de los gastos de guerra, de los gastos de
defensa -a menos que la soberanía nacional esté siendo agredida-, para hacer
una mayor inversión en las exigencias y necesidades sociales de la nación. Una
actitud distinta, mínimamente crea sospechas.
En nuestro país la sospecha se hizo certeza: el
gobierno de Betancur aumentó el pie de fuerza del ejército en más de cinco mil
hombres; y la deuda pública externa en defensa aumentó en un 80% entre enero de
1983 y mayo de 1984. Para esta fecha, la deuda externa pública en defensa era
de 564.200 millones de dólares.
El CONPES autorizó para la compra de armamento y
equipo militar, en esos 17 meses, una suma de 454 millones de dólares. En el
mismo lapso, el flujo neto total de créditos no excedió de 1.200 millones de
dólares, lo que significó que el 37% de los mismos estuvieron destinados para
que el ejército se rearmara en la tregua.
El Departamento Nacional de Planeación estudió y
dio trámite a 19 solicitudes de crédito externo del gobierno, entre junio de
1983 y julio de 1984, por la suma de 865 millones de dólares; de ellas, 14
solicitudes pertenecían al crédito militar externo, al que correspondió más del
50% de esa cifra.
¿Con qué moral, con qué dignidad se atreve
Betancur a firmar en Lima una declaración con el presidente García en la cual
se compromete a “la reducción equilibrada de los gastos militares y la
asignación de mayores recursos para el desarrollo socioeconómico de sus
países”? ¿Cómo es capaz de afirmar lo anterior si la deuda externa en educación
y salud, a febrero del 84, era de 204 millones de dólares, la primera, y 184 la
segunda, y la deuda externa militar las triplica y duplica respectivamente?
¿Acaso de esta manera pensaba abrir las puertas de la paz?
Todo lo contrario. La absurda austeridad que el
Gobierno exigió al pueblo colombiano, negándole derechos básicos de la vida, no
existió para siembra de la muerte en sus preparativos de guerra. Las
informaciones del Pentágono permiten calcular que en la primera mitad de 1985
se formalizaron compras de armamentos que equivalen a 500 millones de dólares.
Además de las cuatro corbetas -que costaron 120
millones de dólares-, se adquirieron en este último periodo 26 aviones de
entrenamiento, 12 aviones de caza, 6 aviones turbo, 60 vehículos cascabel y 40
blindados (100 tanques), 19 helicópteros, cañones de 105 m.m., 240 fusiles G-3,
134 subametralladoras, y se contrataron dos guarda-costas y 4 aviones Hércules
para el transporte de tropa.
Basten un par de ejemplos de urgentes necesidades
sociales que hubieran podido ser satisfechas con esos recursos, si hubiesen
tenido otra destinación: los tanques que se compraron son más costosos que un
programa de vivienda sin cuota inicial en la ciudadela 20 de Julio de
Barranquilla; los 75 mil millones de pesos de las últimas compras de armamento
coinciden en números con los 72 mil millones de pesos que, según el senador
William Jaramillo, fueron recortados a los programas sociales.
Por eso, no es del todo extraño que el Presidente
elevara a la condición de “Ministro de la Paz” al ejecutor de las torturas que
ultrajaron la dignidad nacional y a las mismas Fuerzas Armadas en su honor
militar. Hoy, sobre el Ministerio de la Defensa pesa una sentencia judicial
proferida por el máximo tribunal contencioso administrativo, donde se le señala
como el responsable de torturas y violaciones de la ley, por acción u omisión,
en el desempeño de sus funciones como Comandante de la Brigada de Institutos
Militares en la época en que ocurrieron los hechos que se sancionan. Hoy el
Presidente es omisivo en el ejercicio de sus funciones al mantener en el rango
de Ministro a un hombre sentenciado de violar la ley.
Que muestre Betancur un solo hecho de paz. Que
diga cuál puerta dejó abierta a la concordia nacional.
La represión: contra el derecho a la vida. El
presidente que prometió que no se derramaría una gota de sangre colombiana,
tiene que admitir su responsabilidad por los ríos de sangre que hoy recorren el
suelo patrio. Durante el actual gobierno ha permanecido impune la acción de los
grupos paramilitares sobre cuya identidad y origen nos ha informado la
Procuraduría; permanecen sin castigo los asesinatos de quienes, como Carlos
Toledo, los padres Irne García y Daniel Guillard abrazaron lo causa de las
mayorías; nadie da razón de los cientos de “desaparecidos”, previamente
detenidos por agentes del Estado, ni de los NN que tan sólo en el Valle,
aparecen a razón de uno por día.
Acciones criminales, como la masacre del Bagre o
los hechos violentos de López Adentro, así como el asesinato de prisioneros en
condición de indefensión, son practicadas a plena luz, frente a la ciudadanía,
ya en las calles de Bogotá o en las poblaciones de la cordillera, por las
llamadas fuerzas del orden. Los allanamientos, detenciones arbitrarias y la
prisión para los luchadores populares vuelven a estar a la orden del día. Y
frente a la convocatoria del Paro Cívico, la nación se enfrenta a los
preparativos de una guerra de un gobierno que desconoce el valor de la palabra
empeñada.
Que los informes de Amnistía Internacional, la
Cruz Roja, la Procuraduría y de los organismos humanitarios, así como todas las
denuncias de violación al derecho a la vida, de justicia y de trato digno al
prisionero, sean incorporados en este numeral, como hechos de la presente
demanda.
Y que se comparen las cifras de los 1762
detenidos, 282 torturados y 300 desaparecidos del año de tregua de Betancur con
las estadísticas del propio Ministerio de Gobierno, según las cuales el índice
de la llamada delincuencia política desciende del 1.800% al 23%, en 1984 y
1985, por efecto del patriótico y estricto cumplimiento de las organizaciones
populares firmantes del acuerdo de paz.
4.5 Palabras finales
Un rebelde en Colombia, es un intérprete de la
comunidad, es el ciudadano abocado a las vías de hecho por la absoluta
incapacidad del Estado de satisfacer sus demandas esenciales de ejercer con
dignidad el derecho a la vida.
En este país hubo, entre 1983 y 1984, 150 paros
cívicos que comprometieron a 116 municipios en 17 departamentos, y que
involucraron a 5 millones de colombianos. Entre 1983 y 1985, se han dado 72
paros de maestros y 52 paros de los trabajadores de la salud que involucraron a
más de un millón de los trabajadores al servicio del Estado en lo que es la
condición del rebelde: las vías de hecho.
En los últimos tres años 12.500 familias -casi
cien mil personas- han protagonizado tomas de tierra, y a ello se suman las
huelgas estudiantiles, de trabajadores y un sinnúmero de protestas que surgen
del desempleo que afecta a cerca de dos millones de colombianos en edad de
trabajar.
En otras palabras, siete millones de colombianos,
o más, han sido proscritos por unas instituciones en las que no caben las
mayorías y, en su condición de proscritos son reprimidos.
Cuando en un país cuya población económicamente
activa es de nueve millones, siete están proscritos porque acuden a las vías de
hecho, la legitimidad del poder gobernante está quebrada. En este país hay
siete millones de rebeldes y la virtud de los demócratas en armas es la de ser
conciencia en acto de esa voluntad de rebelión.
Por eso este juicio. No cuestionamos tan solo la
pérdida absoluta de la legitimidad de este gobierno, sino también le disputamos
el monopolio de la legalidad: para que no se siga haciendo mal uso de unas
instituciones con que las minorías esconden su naturaleza antisocial; y porque
esas instituciones le corresponden a quienes les asiste la decisión histórica
de realizar el sueño de Bolívar en el gobierno que era su ideal.
Qué se le puede objetar a la voluntad y acción de los
patriotas que pretenden construir para su país el gobierno más humanista que se
haya conocido en Colombia, el modelo de organización social y estatal que sea
la verdadera expresión del pluralismo y la concertación: la participación de
las mayorías en el ejercicio de los derechos públicos que llevan casi dos
centurias de desconocimiento y soledad.
La paz no ha fracasado en Colombia. Nunca se podrá
frustrar en un pueblo el anhelo de la justicia social y la democracia. Fracasó
el gobierno de Betancur, el gobierno de las minorías, inferior a las
aspiraciones de la nación. Tuvo en sus manos las mejores condiciones para hacer
la paz; y la mejor plataforma política y humana, pero su indecisión primero, y
su negativa después, lo llevaron a traicionar los anhelos de las mayorías.
Hay que sentenciarlo así. El acuerdo de cese del
fuego y Diálogo Nacional -esperanza y posibilidad de acuerdo nacional para el
cambio- fueron traicionados, y los culpables merecen una sola condena: ser
desterrados del gobierno, para que una nueva voluntad -esta sí nacional,
patriótica, y democrática- asuma la tarea posible, aquí y ahora, de hacer la
paz.
Luis Otero
Andrés Almarales
Alfonso Jacquin
Guillermo Elvecio Ruiz
Ariel Sánchez
No hay comentarios:
Publicar un comentario