lunes, 30 de septiembre de 2013

Masacre en el suroriente de Bogotá - 30 de septiembre de 1985

PRESENTACIÓN

La esperanza tan dulce
tan pulida tan triste
la promesa tan leve
no me sirve
no me sirve tan mansa
la esperanza

la rabia tan sumisa
tan débil tan humilde
el furor tan prudente
no me sirve
no me sirve tan sabia
tanta rabia

el grito tan exacto
si el tiempo lo permite
alarido tan pulcro
no me sirve
no me sirve tan bueno
tanto trueno

el coraje tan dócil
la bravura tan chirle
la intrepidez tan lenta
no me sirve
no me sirve tan fría
la osadía

sí me sirve la vida
que es vida hasta morirse
el corazón alerta
sí me sirve
me sirve cuando avanza
la confianza

me sirve tu mirada
que es generosa y firme
y tu silencio franco
sí me sirve
me sirve la medida
de tu vida

me sirve tu futuro
que es un presente libre
y tu lucha de siempre
sí me sirve
me sirve tu batalla
sin medalla

me sirve la modestia
de tu orgullo posible
y tu mano segura
sí me sirve
me sirve tu sendero
compañero

El camino de la niebla, volumen III: Masacres en Colombia y su impunidad. Bogotá, 1990.
Este poema de Mario Benedetti, titulado Me sirve y no me sirve, era el contenido de un manuscrito confundido entre las ropas de un cuerpo joven y sin vida, que el treinta de septiembre de 1985 yacía en una de las calles del suroriente de Bogotá. A otros diez muchachos, la mayoría con disparos a quemarropa, también les habían arrancado la vida.

Cuando un juez de instrucción penal militar encontraba esa hoja de papel en el cadáver cuyo levantamiento practicaba, aún permanecían en esa zona los 246 miembros de la Policía Nacional que momentos antes habían participado en el operativo contra un grupo de guerrilleros del M-19, quienes habían hurtado un camión repleto de leche y la habían repartido entre los pobladores pobres del sector.

Tras un primer contacto de los guerrilleros con una patrulla de la Policía, el Comando del Departamento de Policía Metropolitana de Bogotá coordinó un operativo que terminaría con la muerte de tres mujeres y ocho hombres. Durante las acciones se harían presentes en el lugar los oficiales a cargo de las acciones.

Mientras el informe de la Policía sobre la operación atribuía las “dadas de baja” de los muchachos a los enfrentamientos de éstos con “las mismas tropas”, los vecinos de esa zona urbana relataron los fusilamientos de los capturados luego de haberse rendido o haber sido reducidos a la impotencia, y los montajes hechos por los victimarios con los cuerpos de sus víctimas. Estos relatos quedaron respaldados con las pruebas de balística y las necropsias indicando, en la mayoría de los casos, disparos hechos a menos de un metro de los cuerpos.

Las investigaciones disciplinarias internas, a cargo de los superiores jerárquicos, o nunca se iniciaron, o culminaron con absoluciones o tuvieron fines prestacionales y no sancionatorios.

La investigación penal, por aplicación del fuero militar, corrió por cuenta de autoridades y juzgados de instrucción penal militar adscritos al mismo Comando del Departamento de Policía Metropolitana de Bogotá, que a su vez hizo el papel de juez de primera instancia. El resultado fue la cesación de todo procedimiento a favor de los pocos oficiales, suboficiales y agentes vinculados a los procesos. El Tribunal Superior Militar brindaría su respaldo a esas decisiones, eliminando la posibilidad de aplicar penas a los responsables y dejando el caso para los archivos de la impunidad.

Por su parte la investigación de la Procuraduría Delegada para la Policía Nacional ha culminado con la formulación de pliego de cargos contra cinco oficiales, tres suboficiales y cinco agentes, acusados de faltas al Reglamento de Disciplina y Honor para la Policía Nacional. El proceso no ha concluido y aún no se sabe, pues, si se aplicarán las sanciones disciplinarias (destituciones, suspensiones, multas, amonestaciones) a los policías acusados.

Tanto las pasadas investigaciones penal y disciplinaria interna como el actual proceso disciplinario de la Procuraduría, sólo han cuestionado la actuación de los mandos bajos durante el operativo, desconociendo que éste fue coordinado por el Comando del Departamento y por los comandantes de varias estaciones y un distrito de policía de la zona suroriental de la capital. Los velos de la impunidad sólo dejaron dibujar algunas figuras cercanas a las ventanas de las investigaciones, mientras dentro de la casa otros danzan y cenan animados por el espíritu de cuerpo.

I. MI CAPITÁN: TODOS MUERTOS, NINGÚN HERIDO

Los periódicos empezaron a ser vendidos en las esquinas de las ciudades colombianas. La noche anterior varios testigos habían narrado, ante los noticieros de televisión, el horror de una masacre en las puertas de sus casas, en esos mismos andenes manchados con sangre fresca.

Los periódicos bogotanos, El Tiempo y El Espectador, del martes primero de octubre de 1985 pregonaban “el más certero golpe que haya sido asestado contra la subversión en la capital de la República”; decían que “los cuerpos de los maleantes quedaron a lo largo de cinco cuadras”, daban la lista de “los pandilleros dados de baja”, referían los “nutridos tiroteos” y enfrentamientos del grupo subversivo con la Policía, y en ellos enmarcaban las “dadas de baja” de once muchachos. La realidad era otra. Las declaraciones de los testigos y los cadáveres acribillados, con tatuajes de pólvora que indicaban disparos hechos a menos de un metro de distancia, eran contrarios a los pregones de la gran prensa.

Repartiendo la leche

Todo empezó cuando un grupo de militantes del grupo guerrillero M-19, a eso de las 7:20 de la mañana del lunes 30 de septiembre asaltó un camión repartidor de leche en bolsa, en el barrio San Martín de Loba, al suroriente de Bogotá. Los jóvenes miembros del grupo empezaron a repartir entre los habitantes del marginado lugar varias bolsas de leche. Este procedimiento ya lo habían utilizado con anterioridad, sin que se presentaran enfrentamientos con miembros de la Policía.

Pero ese lunes llegó al lugar donde era repartida la leche, una patrulla de la Policía tras ser avisada por uno de los ayudantes del camión. En ella se transportaban dos agentes y un suboficial. Hubo un enfrentamiento y fueron heridos el agente Libardo Ussa Carreño y el sargento viceprimero Luis Tiberio Villanueva, mientras el agente conductor José Perilla Dasa avisaba por radio.

Inmediatamente se inició un operativo de persecución que se extendió a los barrios Bochica, Diana Turbay y la vía que conduce al municipio anexo de Usme.

El grupo de guerrilleros optó por dispersarse. En el operativo de persecución participaron miembros de la SIJIN y de las estaciones de policía primera,  segunda, tercera y sexta de Bogotá. La actividad de la policía fue reforzada por unidades del Centro de Artillería del Ejército Nacional quienes acordonaron la zona.

Hacia las 9:30 de la mañana los cadáveres de tres muchachas y ocho muchachos yacían en cinco puntos diferentes del suroriente de Bogotá. El estado de indefensión en que se produjeron sus muertes fue el común denominador. También eran capturados cinco jóvenes, tres de ellos heridos.

Arturo Ribón y Yolanda Guzmán. Las primeras víctimas.

A pesar de que sus muertes se produjeron en plena vía pública, y con mucha seguridad ante la mirada de los vecinos de la calle 48 P sur No. 5 G-44, en el barrio Bochica, ningún testigo de los hechos dio su versión a la comisión de la Procuraduría que visitó el lugar en busca de testigos. El terror rendía sus frutos.

El cuerpo de Arturo yacía en la esquina de la calle 48 P sur con la carrera 5 G, boca abajo y en su mano derecha los fotógrafos pudieron captar una pistola marca Star de 7.65 mm. Tenía ocho orificios producidos por proyectiles de arma de fuego y tres de esos orificios mostraban tatuajes de pólvora, indicando que estos disparos le fueron hechos a menos de un metro de distancia. Doblando la esquina, a unos metros del cadáver de Arturo, el cuerpo sin vida de Yolanda yacía también boca abajo, abatido con diez proyectiles de arma de fuego. Tres de esos disparos le habrían sido hechos desde menos de un metro de distancia pues presentaban tatuajes de pólvora. La policía informaría que al lado derecho de su cintura había sido hallada una granada de fabricación casera.

Isabel Cristina Muñoz Duarte: con las manos en alto

Como a las 8:30 de esa mañana, Mélida Quintero de Ramírez estaba en casa de su madre Aura Rosa en el barrio Bochica. Vivía con ella una muchacha que llegó angustiada a decirle “Señora Mélida, señora Mélida… es que no se da cuenta, no se da cuenta”. Mélida salió de su cuarto y vio, dentro de su casa, a una mujer joven de cabellos largos y piel blanca, con cerca de 22 años, vestía con blue-jeans y una camisa blanca con rayas rojas horizontales. “Me vienen persiguiendo”, fue la única respuesta que obtuvo Mélida, quien subió de inmediato a la terraza. Había policía por todas partes, incluso en su terraza. Un policía vestido de civil les ordenó: “dígale a la muchacha que tire el revólver y se entregue”. Mélida bajó, le dijo a la joven que se entregara, que tirara el revólver, que a ella no le iba a pasar nada. “Sí –relataría Mélida- le vi un revólver en la mano y un bolsito que ella cargaba, y allí mismo con el revólver en la mano y su bolsito salió a la calle tranquilamente, no me dijo nada”. Doña Mélida cerró el portón e inmediatamente escuchó el abaleo de fuera. Pasado un buen rato se asomó por la ventana y vio el cuerpo sin vida de la muchacha; estaba boca arriba, con el bosito a un lado y el revólver sobre su cabello. Ese cuerpo sin vida era el de Isabel Cristina Muños Duarte.

Al salir de esa casa, Isabel Cristina se tiró tras un montón de arena. Los policías le gritaron que tirara el arma y se entregara: ella obedeció. “La mujer –contaría otro testigo- se levantaba detrás del morro de la arena…, con las manos en alto y el revólver empuñado en la mano, el que soltó apenas se paró, en ese momento los agentes del F-2 y la Policía empezaron a disparar sobre ella y gritó y cayó al piso; enseguida llegó un agente corriendo desde la avenida central, entonces alguien le gritó, hay que matar a esa ‘hijueputa’ y entonces el agente empezó a dispararle ahí en el suelo…”. Cinco disparos fueron a parar a la cortina metálica del frente de la casa de doña Mélida.

El cuerpo de Isabel Cristina presentaba siete orificios de bala. Extrañamente el revólver Smith Wesson 38 largo que ella arrojó al piso antes de ser abatida, apareció sobre sus cabellos largos al lado izquierdo de su cabeza.

Martín Quintero Santana y Luis Antonio Huertas Puerto: de espaldas al cielo

Don José Castro Espitia lavó, junto con un vecino suyo, la sangre que manchaba el asfalto de la calle 48 Sur con carrera 5 en el barrio Bochica. Un funcionario con una bata blanca lo autorizó a hacerlo luego de haber levantado los cadáveres de dos hombres jóvenes, muertos a manos de la Policía cuando se encontraban tendidos boca abajo sobre el pavimento. Los dos muchachos vestían tennis, blue-jeans y chaquetas azules; uno era blanco y de cabellos lisos y el otro un tanto moreno, de cabellos ondulados y de faz afilada. Se trataba de Martín Quintero Santana y Luis Antonio Huertas Puerto: sus cuerpos presentaban nueve y diez orificios respectivamente, hechos con arma de fuego y tatuajes positivos, indicando el abatimiento con disparos a menos de un metro de distancia. De los nueve disparos que habían acabado con la vida de Martín, cinco presentaban tatuajes de pólvora, mientras que el cadáver de Luis Antonio mostraba cuatro impactos con tatuajes. En el sitio había huellas de impactos de bala en la parte baja de la pared y en el piso.

Muchos vecinos fueron testigos. Algunos de ellos declararon. Otros, aterrorizados, no lo hicieron. Vieron cuando los detenían, los obligaban a tenderse en el suelo, los requisaban, los golpeaban, los tiroteaban, los remataban y los volvían a golpear. José Álvaro, un muchacho de 16 años, abrió la puerta de su casa para dejar entrar a Benedicto, su padre, junto con un amigo; los dos venían angustiados. Los policías les gritaron que se entraran si no querían que los llenaran de plomo y un agente les dijo que cerraran las cortinas y estos accedieron pero no por mucho tiempo. Corrieron las cortinas para ver lo que sucedía en la calle. Un agente motorizado les decía a otros policías que cubrieran el lugar y ese mismo agente señaló a Martín y a Luis Antonio cuando pasaban por allí. “… luego dijo bótense al piso y entonces uno solo se botó al piso, el otro se quedó parado y luego el agente le pegó fuertemente con la metralleta en la espalda y lo obligó a caer al piso, ya en el piso le siguió pegando y lo esculcó y luego le encontró una granada en la pretina del pantalón lado izquierdo y dijo ‘ah tiene una granada’ luego los otros agentes al ver que le encontraron la granada se mandaron fuertemente y los patiaron… luego un agente de civil le dijo a los otros agentes que estaban uniformados quítesen (sic) y él empezó a dispararles a quienes estaban en el piso con una metralleta, ellos no hicieron resistencia, se quedaron quietos y el agente disparó varias veces. Las balas les atravesó (sic) el estómago y al ver que uno levantó la cabeza le disparó más al cuerpo. Uno de ellos… murió instantáneamente. El otro todavía seguía vivo y él levantó la cabeza a ver cómo estaba su compañero, inmediatamente un agente uniformado le dio varios disparos desde la esquina oriental… disparó contra el que se encontraba en el piso todavía vivo y murió instantáneamente…”. Luego se acercaron todos los policías y el hombre de civil, que había disparado primero, golpeó los cuerpos para asegurarse de la muerte de sus víctimas.

Al ver esto, desde la terraza de la casa de una vecina suya, doña Blanca Lilia gritó horrorizada: “los mataron, los mataron”. Su hijo, quien la acompañaba en esos momentos, le dijo que se callara porque los podían matar a ellos también. Unos minutos antes ella estaba barriendo su terraza quitando el agua, pues había llovido en esos días, cuando escuchó unos gritos; “Me asomé –recordó Blanca Lilia- a ver qué era y vi a un muchacho y una muchacha y un uniformado de la Policía Nacional… detrás de ellos y él les decía que se detuvieran, alto… luego el muchacho y la muchacha penetraron aquí en el barrio Bochica por la esquina de la manzana 4 y ya no supe más de ellos ni del uniformado, sino yo oía ya era un tiroteo”. Lo más probable es que se tratara de Arturo Ribón y Yolanda Guzmán, asesinados a pocas cuadras del “interior 4” donde asesinaron a Martín y a Luis Antonio.

Don Benedicto, el padre de José Álvaro, escuchó al policía que remató a Martín o a Antonio cuando uno de ellos levantó la cabeza, lo escuchó cuando decía al disparar: “el combate se acabó”. Según don Benedicto “los muchachos no dijeron nada ni levantaron la mano ni una uña. Esos muchachos venían tranquilos por la calle como si nada pasara. Ellos no tenían nada de armas”, porque lo que vio el fue “un tarrito rojo, en plástico de esos donde viene la mostaza que le echan a los perros calientes”. Después de los disparos vio a un uniformado con unas barritas en el hombro quien daba órdenes de retirar a los civiles que llegaran al sitio; era alto, de bigote y blanco.

Atrapados sin salida

El barrio Diana Turbay se encuentra al sur del barrio Bochica en Bogotá. Jairo Colmenares, un conductor de busetas, inició su recorrido hacia el barrio Bachué situado al occidente de la capital. Eran las 8:20 de la mañana. Conducía la buseta de servicio público de placas SD-5369 afiliada a la empresa Continental.  Llevaban unos minutos de recorrido y varios pasajeros se habían subido. Javier Bejarano y su hermano Leonardo Bejarano habían salido de su casa junto con sus dos hermanos menores, Marisol y Carlos Enrique, a buscar una buseta para transportarse. Subieron a Carlos Enrique en una buseta anaranjada que lo condujera al barrio Bosa donde vivía con su padre, mientras Marisol regresaba a la casa situada a pocas cuadras del paradero en el barrio Diana Turbay. Casi simultáneamente Javier Bejarano subió a la buseta conducida por Jairo Colmenares y luego subió Leonardo, no sin antes cerciorarse de que Carlos Enrique había subido a la buseta anaranjada. Los dos muchachos se sentaron en el asiento trasero del vehículo donde ya se encontraban sentados dos hombres y una mujer jóvenes. Habrían recorrido tal vez dos cuadras cuando un hombre delgado y vestido de civil abordó la buseta con un revólver y apuntando al grupo que ocupaba el asiento posterior dijo: “allá quietos todos”. El hombre se identificó como miembro del F-2; le ordenó al chofer que no recogiera más personas y que condujera el vehículo a la comisaría más cercana. En estas condiciones recorrieron cerca de 7 cuadras. Lo que vino luego fueron verdaderos momentos de espanto.

Leonardo Bejarano, sobreviviente de la masacre recuerda así lo sucedido: “Yo iba mirando por el vidrio hacia el lado de afuera, cuando vi como un reflejo de unos tipos que estaban al lado de nosotros y botaron algo hacia adelante y estalló la buseta, yo quedé sonso y cuando reaccioné estaba solo con mi hermano y había al lado nuestro 3 guerrilleros, so hombres y una mujer, mi hermano me gritó que me agachara y yo me boté encima de mi hermano y fue cuando el señor del F-2 empezó a disparar. Yo me iba a salir por una ventana pero ese señor me apuntó y me tocó volverme a agachar, el mató a los tres guerrilleros, entonces se subió a la buseta y cuando yo lo vi, fue que me disparó el primer tiro cuando yo estaba en el suelo, entonces escurrí la cabeza y quedé en los pies de mi hermano. El señor se bajó de la buseta y volvió y subió, en ese momento mi hermano gritaba que me habían herido a mí, decía hirieron a mi hermano y repetía, el señor del F-2 se devolvió para la parte de atrás y le dijo para usted también hijueputa y le pegó un tiro a él. Los guerrilleros que estaban medio muertos se quejaban y él volvía y les disparaba. El primer tiro que me disparó me lo pegó en la boca y yo boté una bocarada de sangre y él se devolvió y dijo: este hijueputa es que no se muere y yo le suplicaba que no me matara que no era guerrillero y él volvió y me disparó; llegaron más señores de esos del F-2, que hablaban por esos radios y yo escuchaba que comentaban por esos radios que todos muertos, ningún herido. Mi hermano se quejaba y yo le decía que chito porque nos mataban. Uno de ellos se me acercó, me puso la pata en el estómago y me decía: muérase hijueputa y me espichaba duro el estómago, yo no me di cuenta si era el mismo o no porque ya había más señores. La gente se amontonó en la buseta y miraban por las ventanas y yo le decía a la gente que me ayudaran por favor, y los señores del F-2 decían que se retirara la gente porque había una granada que iba a estallar. Cuando la gente se retiró, uno de los del F-2, otro, al verme que yo no moría, entonces sacó un arma y se me acercó diciendo: es que este hijueputa es que no se muere y otro dijo: espere, entonces él se paró y guardó el arma y se bajaron de la buseta. Cuando se bajaron yo aproveché y me paré gritándole a la gente que me ayudaran, que yo no era guerrillero. Yo les decía a los del F-2 que eran unos asesinos que habían matado a mi hermano, saqué los papeles y se los entregué a un policía”.

Jairo Colmenares, el conductor de la buseta, dijo “a la buseta se subieron esos antisociales y enseguida se subió el del F-2. El los capturó después de que habían lanzado el explosivo y ahí mismo les dio candela”. Una señora, Sagrario Fandiño, dueña de una tienda cercana pudo ver cuando “uno de los detectives se subió a la buseta y disparó varias veces contra esos muchachos, que ya estaban tendidos en el piso… también vi cuando subieron con una cosa que parecía una curuba y se la pusieron en la mano a uno de los que ya estaban muertos mientras llegaban los de los periódicos”. La torpeza en este montaje se mostró más cuando dos periodistas, uno del periódico El Espectador y otro de la agencia Colprensa, tomaron dos fotografías en diferentes momentos que mostraban en dos posiciones distintas la granada colocada en la mano izquierda de Jesús Fernando Fajardo Cifuentes, una de las víctimas.

Por su parte el informe de la Policía sobre el operativo afirmaba que, además de la granada de fragmentación que “portaba” Jesús Fernando Bejarano Fajardo, fueron halladas dos granadas fabricación casera en poder de Javier Bejarano.

La “verdad” de El tiempo

Los cadáveres quedaron esparcidos en diferentes sitios de la buseta. El periódico El Tiempo, en un artículo de sus periodistas Ramiro Castellanos y Ángel Molina, informó así sobre lo sucedido “… los individuos lanzaron una granada hacia donde se hallaba el agente del F-2, el cual en una actitud de valentía alcanzó a gritar a los pocos pasajeros, que quienes no tuvieran nada que ver con el problema se bajaran. En ese instante cuatro personas que ocupaban asiento en el automotor lo abandonaron rápidamente, mientras los guerrilleros desde el asiento trasero disparaban y lanzaban más granadas contra el representante de la autoridad. El detective, resuelto a todo, disparó su revólver hasta terminar la munición y cuando todo regresó a la normalidad, en el piso de la buseta estaban los cadáveres de cuatro subversivos. Los otros dos sediciosos (pues el periódico se refirió a seis subversivos en la buseta) huyeron por las ventanillas de la buseta disparando por debajo del vehículo e hirieron en las piernas al agente del F-2… Los pandilleros dados de baja fueron identificados como Jesús Fernando Fajardo Cifuentes… Carlos Alberto Aguirre Gutiérrez (su verdadero nombre era José Alberto)… María Francisca Rodríguez Mendoza (su verdadero nombre era Francisca Irene)… y Javier Bejarano. Es de anotar que el primero de los nombrados murió con una granada en su mano derecha y que los demás también llevaban granadas entre sus morrales”. Sin embargo, en la buseta no se encontró arma de fuego alguna.

Javier Bejarano fue asesinado de un disparo; en uno de sus bolsillos sería encontrada una carta de amor. Jesús Fernando Fajardo Cifuentes recibiría un disparo que le dejaría tatuaje de pólvora. Francisca Irene Rodríguez Mendoza recibió un proyectil y el cuerpo de José Alberto Aguirre Gutiérrez presentaría dos impactos de bala con tatuajes de pólvora.

Leonardo Bejarano recibió dos disparos en la cara; un proyectil le atravesó antes la mano izquierda y otra bala se incrustó en su hombro derecho. Milagrosamente no fueron mortales. Antes de que le volvieran a disparar el segundo tiro, antes de que asesinaran a su hermano, antes de que remataran a los otros muchachos que aún vivían, escuchó cuando los policías daban parte por los radios: “mi Capitán, están todos muertos, no hay ningún herido”. A Leonardo lo trasladaron a la Clínica de la Policía, donde permaneció durante tres horas sin recibir atención médica; finalmente lo llevaron al Hospital de La Hortúa y allí lo atendieron los médicos. En una ocasión un alférez y en otra un agente de policía, lo hostigaron y lo amenazaron.

Hernando Cruz Herrera y José Alfonso Porras Gil

Dos cosas muy distintas indicaban los informes de la Policía y los resultados de las necropsias sobre la manera como sucedieron las muertes de Hernando Cruz Herrera y José Alfonso Porras Gil.

José Antonio presentaba siete orificios producidos con arma de fuego mientras que Hernando tenía ocho. De los siete impactos de bala que habían cegado la vida de José Alfonso, cinco fueron hechos  a menos de un metro de distancia, al igual que seis de los siete disparos alojados en el cuerpo de Hernando. Sus asesinatos se realizaron en la vía que de Bogotá conduce al municipio anexo de Usme, a la altura de una vereda llamada “Los Soches”.

Según el informe del oficial que comandaba la patrulla que inició la persecución de un vehículo Toyota rojo, este vehículo se metió, a la altura del kilómetro 8, en una cuneta donde sus ocupantes empezaron a disparar contra la patrulla. “al mismo tiempo nos lanzamos de la patrulla haciéndoles frente para contrarrestar el ataque, al instante nos llegó refuerzo de la fuerza disponible de la Sexta Estación y en forma valerosa se combatió hasta que se dio de baja a dos individuos y los demás emprendieron la huida en el mismo vehículo…”. En el Toyota según dicho oficial, se transportaban “aproximadamente seis individuos portando armas de largo y corto alcance”. Pero las versiones sobre el enfrentamiento dadas por algunos agentes son contradictorias: según ellas los dos hombres que resultaron muertos se lanzaron del vehículo en una hondonada y enfrentaron a la Policía, mientras el vehículo continuaba su marcha y luego de una intensa balacera se habrían dado cuenta de que habían dos muertos.

Curiosamente los agentes de la patrulla que hizo la persecución inicial olvidaron el número de agentes de la Fuerza Disponible que los apoyaron así como el rango y el nombre de los oficiales al mando de los refuerzos. También es difícil entender cómo “seis individuos portando armas de largo y corto alcance” continúan su marcha en el vehículo dejando atrás a dos compañeros suyos haciendo frente a la Policía, provistos de un revólver Smith Wesson calibre 38 largo y una capucha de colores blanco, rojo y azul.

Ante la inexistencia de testigos, la única prueba irrefutable de una ejecución a quemarropa, fueron los tatuajes de pólvora en las perforaciones que presentaban los cadáveres de Hernando y José Alfonso. La mayoría de los disparos que les causaron la muerte se los hicieron a menos de un metro de distancia. El que sus muertes fueran producto directo de un enfrentamiento en una zona rural, y no de una captura y posterior ejecución, quedaba desvirtuado como justificación de los asesinatos.




Tomado de:
EL CAMINO DE LA NIEBLA
VOLUMEN III
MASACRES EN COLOMBIA Y SU IMPUNIDAD
Bogotá, 1990.

1 comentario:

  1. Bien hecho terroristas de M! Ahora cuenten como Navarro planeo el homicidio de Pizarro, pero con el mismo estilo literario!

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