PRESENTACIÓN
La esperanza
tan dulce
tan pulida
tan triste
la promesa
tan leve
no me sirve
no me sirve tan
mansa
la esperanza
la rabia tan
sumisa
tan débil
tan humilde
el furor tan
prudente
no me sirve
no me sirve
tan sabia
tanta rabia
el grito tan
exacto
si el tiempo
lo permite
alarido tan
pulcro
no me sirve
no me sirve
tan bueno
tanto trueno
el coraje
tan dócil
la bravura
tan chirle
la
intrepidez tan lenta
no me sirve
no me sirve
tan fría
la osadía
sí me sirve
la vida
que es vida
hasta morirse
el corazón
alerta
sí me sirve
me sirve
cuando avanza
la confianza
me sirve tu
mirada
que es
generosa y firme
y tu
silencio franco
sí me sirve
me sirve la
medida
de tu vida
me sirve tu
futuro
que es un
presente libre
y tu lucha
de siempre
sí me sirve
me sirve tu
batalla
sin medalla
me sirve la
modestia
de tu
orgullo posible
y tu mano
segura
sí me sirve
me sirve tu
sendero
compañero
El camino de la niebla, volumen III: Masacres en Colombia y su impunidad. Bogotá, 1990.
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Este poema
de Mario Benedetti, titulado Me sirve y no me sirve, era el contenido de un
manuscrito confundido entre las ropas de un cuerpo joven y sin vida, que el
treinta de septiembre de 1985 yacía en una de las calles del suroriente de
Bogotá. A otros diez muchachos, la mayoría con disparos a quemarropa, también
les habían arrancado la vida.
Cuando un
juez de instrucción penal militar encontraba esa hoja de papel en el cadáver
cuyo levantamiento practicaba, aún permanecían en esa zona los 246 miembros de
la Policía Nacional que momentos antes habían participado en el operativo
contra un grupo de guerrilleros del M-19, quienes habían hurtado un camión
repleto de leche y la habían repartido entre los pobladores pobres del sector.
Tras un
primer contacto de los guerrilleros con una patrulla de la Policía, el Comando
del Departamento de Policía Metropolitana de Bogotá coordinó un operativo que
terminaría con la muerte de tres mujeres y ocho hombres. Durante las acciones
se harían presentes en el lugar los oficiales a cargo de las acciones.
Mientras el
informe de la Policía sobre la operación atribuía las “dadas de baja” de los
muchachos a los enfrentamientos de éstos con “las mismas tropas”, los vecinos
de esa zona urbana relataron los fusilamientos de los capturados luego de
haberse rendido o haber sido reducidos a la impotencia, y los montajes hechos
por los victimarios con los cuerpos de sus víctimas. Estos relatos quedaron
respaldados con las pruebas de balística y las necropsias indicando, en la
mayoría de los casos, disparos hechos a menos de un metro de los cuerpos.
Las investigaciones
disciplinarias internas, a cargo de los superiores jerárquicos, o nunca se
iniciaron, o culminaron con absoluciones o tuvieron fines prestacionales y no
sancionatorios.
La investigación
penal, por aplicación del fuero militar, corrió por cuenta de autoridades y
juzgados de instrucción penal militar adscritos al mismo Comando del
Departamento de Policía Metropolitana de Bogotá, que a su vez hizo el papel de
juez de primera instancia. El resultado fue la cesación de todo procedimiento a
favor de los pocos oficiales, suboficiales y agentes vinculados a los procesos.
El Tribunal Superior Militar brindaría su respaldo a esas decisiones,
eliminando la posibilidad de aplicar penas a los responsables y dejando el caso
para los archivos de la impunidad.
Por su parte
la investigación de la Procuraduría Delegada para la Policía Nacional ha
culminado con la formulación de pliego de cargos contra cinco oficiales, tres
suboficiales y cinco agentes, acusados de faltas al Reglamento de Disciplina y
Honor para la Policía Nacional. El proceso no ha concluido y aún no se sabe,
pues, si se aplicarán las sanciones disciplinarias (destituciones, suspensiones,
multas, amonestaciones) a los policías acusados.
Tanto las
pasadas investigaciones penal y disciplinaria interna como el actual proceso
disciplinario de la Procuraduría, sólo han cuestionado la actuación de los
mandos bajos durante el operativo, desconociendo que éste fue coordinado por el
Comando del Departamento y por los comandantes de varias estaciones y un
distrito de policía de la zona suroriental de la capital. Los velos de la
impunidad sólo dejaron dibujar algunas figuras cercanas a las ventanas de las
investigaciones, mientras dentro de la casa otros danzan y cenan animados por
el espíritu de cuerpo.
I. MI CAPITÁN: TODOS MUERTOS, NINGÚN HERIDO
Los periódicos empezaron a ser vendidos en las esquinas de las ciudades colombianas. La noche anterior varios testigos habían narrado, ante los noticieros de televisión, el horror de una masacre en las puertas de sus casas, en esos mismos andenes manchados con sangre fresca.
I. MI CAPITÁN: TODOS MUERTOS, NINGÚN HERIDO
Los periódicos empezaron a ser vendidos en las esquinas de las ciudades colombianas. La noche anterior varios testigos habían narrado, ante los noticieros de televisión, el horror de una masacre en las puertas de sus casas, en esos mismos andenes manchados con sangre fresca.
Los periódicos bogotanos, El Tiempo y El
Espectador, del martes primero de octubre de 1985 pregonaban “el más certero
golpe que haya sido asestado contra la subversión en la capital de la República”;
decían que “los cuerpos de los maleantes quedaron a lo largo de cinco cuadras”,
daban la lista de “los pandilleros dados de baja”, referían los “nutridos
tiroteos” y enfrentamientos del grupo subversivo con la Policía, y en ellos
enmarcaban las “dadas de baja” de once muchachos. La realidad era otra. Las declaraciones
de los testigos y los cadáveres acribillados, con tatuajes de pólvora que indicaban
disparos hechos a menos de un metro de distancia, eran contrarios a los
pregones de la gran prensa.
Repartiendo la leche
Hacia las
9:30 de la mañana los cadáveres de tres muchachas y ocho muchachos yacían en
cinco puntos diferentes del suroriente de Bogotá. El estado de indefensión en
que se produjeron sus muertes fue el común denominador. También eran capturados
cinco jóvenes, tres de ellos heridos.
Arturo Ribón
y Yolanda Guzmán. Las primeras víctimas.Repartiendo la leche
Todo empezó
cuando un grupo de militantes del grupo guerrillero M-19, a eso de las 7:20 de
la mañana del lunes 30 de septiembre asaltó un camión repartidor de leche en
bolsa, en el barrio San Martín de Loba, al suroriente de Bogotá. Los jóvenes
miembros del grupo empezaron a repartir entre los habitantes del marginado
lugar varias bolsas de leche. Este procedimiento ya lo habían utilizado con
anterioridad, sin que se presentaran enfrentamientos con miembros de la
Policía.
Pero ese
lunes llegó al lugar donde era repartida la leche, una patrulla de la Policía
tras ser avisada por uno de los ayudantes del camión. En ella se transportaban
dos agentes y un suboficial. Hubo un enfrentamiento y fueron heridos el agente
Libardo Ussa Carreño y el sargento viceprimero Luis Tiberio Villanueva,
mientras el agente conductor José Perilla Dasa avisaba por radio.
Inmediatamente
se inició un operativo de persecución que se extendió a los barrios Bochica,
Diana Turbay y la vía que conduce al municipio anexo de Usme.
El grupo de
guerrilleros optó por dispersarse. En el operativo de persecución participaron
miembros de la SIJIN y de las estaciones de policía primera, segunda, tercera y sexta de Bogotá. La actividad
de la policía fue reforzada por unidades del Centro de Artillería del Ejército
Nacional quienes acordonaron la zona.
A pesar de
que sus muertes se produjeron en plena vía pública, y con mucha seguridad ante
la mirada de los vecinos de la calle 48 P sur No. 5 G-44, en el barrio Bochica,
ningún testigo de los hechos dio su versión a la comisión de la Procuraduría
que visitó el lugar en busca de testigos. El terror rendía sus frutos.
El cuerpo de
Arturo yacía en la esquina de la calle 48 P sur con la carrera 5 G, boca abajo
y en su mano derecha los fotógrafos pudieron captar una pistola marca Star de
7.65 mm. Tenía ocho orificios producidos por proyectiles de arma de fuego y
tres de esos orificios mostraban tatuajes de pólvora, indicando que estos
disparos le fueron hechos a menos de un metro de distancia. Doblando la
esquina, a unos metros del cadáver de Arturo, el cuerpo sin vida de Yolanda
yacía también boca abajo, abatido con diez proyectiles de arma de fuego. Tres
de esos disparos le habrían sido hechos desde menos de un metro de distancia
pues presentaban tatuajes de pólvora. La policía informaría que al lado derecho
de su cintura había sido hallada una granada de fabricación casera.
Isabel Cristina
Muñoz Duarte: con las manos en alto
Como a las
8:30 de esa mañana, Mélida Quintero de Ramírez estaba en casa de su madre Aura
Rosa en el barrio Bochica. Vivía con ella una muchacha que llegó angustiada a
decirle “Señora Mélida, señora Mélida… es que no se da cuenta, no se da
cuenta”. Mélida salió de su cuarto y vio, dentro de su casa, a una mujer joven
de cabellos largos y piel blanca, con cerca de 22 años, vestía con blue-jeans y
una camisa blanca con rayas rojas horizontales. “Me vienen persiguiendo”, fue
la única respuesta que obtuvo Mélida, quien subió de inmediato a la terraza.
Había policía por todas partes, incluso en su terraza. Un policía vestido de
civil les ordenó: “dígale a la muchacha que tire el revólver y se entregue”.
Mélida bajó, le dijo a la joven que se entregara, que tirara el revólver, que a
ella no le iba a pasar nada. “Sí –relataría Mélida- le vi un revólver en la
mano y un bolsito que ella cargaba, y allí mismo con el revólver en la mano y
su bolsito salió a la calle tranquilamente, no me dijo nada”. Doña Mélida cerró
el portón e inmediatamente escuchó el abaleo de fuera. Pasado un buen rato se
asomó por la ventana y vio el cuerpo sin vida de la muchacha; estaba boca
arriba, con el bosito a un lado y el revólver sobre su cabello. Ese cuerpo sin
vida era el de Isabel Cristina Muños Duarte.
Al salir de
esa casa, Isabel Cristina se tiró tras un montón de arena. Los policías le
gritaron que tirara el arma y se entregara: ella obedeció. “La mujer –contaría
otro testigo- se levantaba detrás del morro de la arena…, con las manos en alto
y el revólver empuñado en la mano, el que soltó apenas se paró, en ese momento
los agentes del F-2 y la Policía empezaron a disparar sobre ella y gritó y cayó
al piso; enseguida llegó un agente corriendo desde la avenida central, entonces
alguien le gritó, hay que matar a esa ‘hijueputa’ y entonces el agente empezó a
dispararle ahí en el suelo…”. Cinco disparos fueron a parar a la cortina
metálica del frente de la casa de doña Mélida.
El cuerpo de
Isabel Cristina presentaba siete orificios de bala. Extrañamente el revólver
Smith Wesson 38 largo que ella arrojó al piso antes de ser abatida, apareció
sobre sus cabellos largos al lado izquierdo de su cabeza.
Martín
Quintero Santana y Luis Antonio Huertas Puerto: de espaldas al cielo
Don José
Castro Espitia lavó, junto con un vecino suyo, la sangre que manchaba el
asfalto de la calle 48 Sur con carrera 5 en el barrio Bochica. Un funcionario
con una bata blanca lo autorizó a hacerlo luego de haber levantado los
cadáveres de dos hombres jóvenes, muertos a manos de la Policía cuando se
encontraban tendidos boca abajo sobre el pavimento. Los dos muchachos vestían
tennis, blue-jeans y chaquetas azules; uno era blanco y de cabellos lisos y el
otro un tanto moreno, de cabellos ondulados y de faz afilada. Se trataba de
Martín Quintero Santana y Luis Antonio Huertas Puerto: sus cuerpos presentaban
nueve y diez orificios respectivamente, hechos con arma de fuego y tatuajes
positivos, indicando el abatimiento con disparos a menos de un metro de
distancia. De los nueve disparos que habían acabado con la vida de Martín,
cinco presentaban tatuajes de pólvora, mientras que el cadáver de Luis Antonio
mostraba cuatro impactos con tatuajes. En el sitio había huellas de impactos de
bala en la parte baja de la pared y en el piso.
Muchos
vecinos fueron testigos. Algunos de ellos declararon. Otros, aterrorizados, no
lo hicieron. Vieron cuando los detenían, los obligaban a tenderse en el suelo,
los requisaban, los golpeaban, los tiroteaban, los remataban y los volvían a
golpear. José Álvaro, un muchacho de 16 años, abrió la puerta de su casa para
dejar entrar a Benedicto, su padre, junto con un amigo; los dos venían
angustiados. Los policías les gritaron que se entraran si no querían que los
llenaran de plomo y un agente les dijo que cerraran las cortinas y estos
accedieron pero no por mucho tiempo. Corrieron las cortinas para ver lo que
sucedía en la calle. Un agente motorizado les decía a otros policías que
cubrieran el lugar y ese mismo agente señaló a Martín y a Luis Antonio cuando
pasaban por allí. “… luego dijo bótense al piso y entonces uno solo se botó al
piso, el otro se quedó parado y luego el agente le pegó fuertemente con la
metralleta en la espalda y lo obligó a caer al piso, ya en el piso le siguió
pegando y lo esculcó y luego le encontró una granada en la pretina del pantalón
lado izquierdo y dijo ‘ah tiene una granada’ luego los otros agentes al ver que
le encontraron la granada se mandaron fuertemente y los patiaron… luego un
agente de civil le dijo a los otros agentes que estaban uniformados quítesen
(sic) y él empezó a dispararles a quienes estaban en el piso con una
metralleta, ellos no hicieron resistencia, se quedaron quietos y el agente
disparó varias veces. Las balas les atravesó (sic) el estómago y al ver que uno
levantó la cabeza le disparó más al cuerpo. Uno de ellos… murió
instantáneamente. El otro todavía seguía vivo y él levantó la cabeza a ver cómo
estaba su compañero, inmediatamente un agente uniformado le dio varios disparos
desde la esquina oriental… disparó contra el que se encontraba en el piso
todavía vivo y murió instantáneamente…”. Luego se acercaron todos los policías
y el hombre de civil, que había disparado primero, golpeó los cuerpos para asegurarse
de la muerte de sus víctimas.
Al ver esto,
desde la terraza de la casa de una vecina suya, doña Blanca Lilia gritó
horrorizada: “los mataron, los mataron”. Su hijo, quien la acompañaba en esos
momentos, le dijo que se callara porque los podían matar a ellos también. Unos
minutos antes ella estaba barriendo su terraza quitando el agua, pues había
llovido en esos días, cuando escuchó unos gritos; “Me asomé –recordó Blanca
Lilia- a ver qué era y vi a un muchacho y una muchacha y un uniformado de la Policía
Nacional… detrás de ellos y él les decía que se detuvieran, alto… luego el
muchacho y la muchacha penetraron aquí en el barrio Bochica por la esquina de
la manzana 4 y ya no supe más de ellos ni del uniformado, sino yo oía ya era un
tiroteo”. Lo más probable es que se tratara de Arturo Ribón y Yolanda Guzmán,
asesinados a pocas cuadras del “interior 4” donde asesinaron a Martín y a Luis
Antonio.
Don
Benedicto, el padre de José Álvaro, escuchó al policía que remató a Martín o a
Antonio cuando uno de ellos levantó la cabeza, lo escuchó cuando decía al
disparar: “el combate se acabó”. Según don Benedicto “los muchachos no dijeron
nada ni levantaron la mano ni una uña. Esos muchachos venían tranquilos por la
calle como si nada pasara. Ellos no tenían nada de armas”, porque lo que vio el
fue “un tarrito rojo, en plástico de esos donde viene la mostaza que le echan a
los perros calientes”. Después de los disparos vio a un uniformado con unas
barritas en el hombro quien daba órdenes de retirar a los civiles que llegaran
al sitio; era alto, de bigote y blanco.
Atrapados
sin salida
El barrio
Diana Turbay se encuentra al sur del barrio Bochica en Bogotá. Jairo
Colmenares, un conductor de busetas, inició su recorrido hacia el barrio Bachué
situado al occidente de la capital. Eran las 8:20 de la mañana. Conducía la
buseta de servicio público de placas SD-5369 afiliada a la empresa
Continental. Llevaban unos minutos de
recorrido y varios pasajeros se habían subido. Javier Bejarano y su hermano
Leonardo Bejarano habían salido de su casa junto con sus dos hermanos menores,
Marisol y Carlos Enrique, a buscar una buseta para transportarse. Subieron a
Carlos Enrique en una buseta anaranjada que lo condujera al barrio Bosa donde
vivía con su padre, mientras Marisol regresaba a la casa situada a pocas
cuadras del paradero en el barrio Diana Turbay. Casi simultáneamente Javier
Bejarano subió a la buseta conducida por Jairo Colmenares y luego subió
Leonardo, no sin antes cerciorarse de que Carlos Enrique había subido a la buseta
anaranjada. Los dos muchachos se sentaron en el asiento trasero del vehículo
donde ya se encontraban sentados dos hombres y una mujer jóvenes. Habrían
recorrido tal vez dos cuadras cuando un hombre delgado y vestido de civil
abordó la buseta con un revólver y apuntando al grupo que ocupaba el asiento
posterior dijo: “allá quietos todos”. El hombre se identificó como miembro del
F-2; le ordenó al chofer que no recogiera más personas y que condujera el
vehículo a la comisaría más cercana. En estas condiciones recorrieron cerca de
7 cuadras. Lo que vino luego fueron verdaderos momentos de espanto.
Leonardo
Bejarano, sobreviviente de la masacre recuerda así lo sucedido: “Yo iba mirando
por el vidrio hacia el lado de afuera, cuando vi como un reflejo de unos tipos
que estaban al lado de nosotros y botaron algo hacia adelante y estalló la
buseta, yo quedé sonso y cuando reaccioné estaba solo con mi hermano y había al
lado nuestro 3 guerrilleros, so hombres y una mujer, mi hermano me gritó que me
agachara y yo me boté encima de mi hermano y fue cuando el señor del F-2 empezó
a disparar. Yo me iba a salir por una ventana pero ese señor me apuntó y me
tocó volverme a agachar, el mató a los tres guerrilleros, entonces se subió a
la buseta y cuando yo lo vi, fue que me disparó el primer tiro cuando yo estaba
en el suelo, entonces escurrí la cabeza y quedé en los pies de mi hermano. El
señor se bajó de la buseta y volvió y subió, en ese momento mi hermano gritaba
que me habían herido a mí, decía hirieron a mi hermano y repetía, el señor del
F-2 se devolvió para la parte de atrás y le dijo para usted también hijueputa y
le pegó un tiro a él. Los guerrilleros que estaban medio muertos se quejaban y
él volvía y les disparaba. El primer tiro que me disparó me lo pegó en la boca
y yo boté una bocarada de sangre y él se devolvió y dijo: este hijueputa es que
no se muere y yo le suplicaba que no me matara que no era guerrillero y él
volvió y me disparó; llegaron más señores de esos del F-2, que hablaban por
esos radios y yo escuchaba que comentaban por esos radios que todos muertos,
ningún herido. Mi hermano se quejaba y yo le decía que chito porque nos
mataban. Uno de ellos se me acercó, me puso la pata en el estómago y me decía:
muérase hijueputa y me espichaba duro el estómago, yo no me di cuenta si era el
mismo o no porque ya había más señores. La gente se amontonó en la buseta y
miraban por las ventanas y yo le decía a la gente que me ayudaran por favor, y
los señores del F-2 decían que se retirara la gente porque había una granada
que iba a estallar. Cuando la gente se retiró, uno de los del F-2, otro, al
verme que yo no moría, entonces sacó un arma y se me acercó diciendo: es que
este hijueputa es que no se muere y otro dijo: espere, entonces él se paró y
guardó el arma y se bajaron de la buseta. Cuando se bajaron yo aproveché y me
paré gritándole a la gente que me ayudaran, que yo no era guerrillero. Yo les
decía a los del F-2 que eran unos asesinos que habían matado a mi hermano,
saqué los papeles y se los entregué a un policía”.
Jairo
Colmenares, el conductor de la buseta, dijo “a la buseta se subieron esos
antisociales y enseguida se subió el del F-2. El los capturó después de que
habían lanzado el explosivo y ahí mismo les dio candela”. Una señora, Sagrario
Fandiño, dueña de una tienda cercana pudo ver cuando “uno de los detectives se
subió a la buseta y disparó varias veces contra esos muchachos, que ya estaban
tendidos en el piso… también vi cuando subieron con una cosa que parecía una
curuba y se la pusieron en la mano a uno de los que ya estaban muertos mientras
llegaban los de los periódicos”. La torpeza en este montaje se mostró más
cuando dos periodistas, uno del periódico El Espectador y otro de la agencia
Colprensa, tomaron dos fotografías en diferentes momentos que mostraban en dos
posiciones distintas la granada colocada en la mano izquierda de Jesús Fernando
Fajardo Cifuentes, una de las víctimas.
Por su parte
el informe de la Policía sobre el operativo afirmaba que, además de la granada
de fragmentación que “portaba” Jesús Fernando Bejarano Fajardo, fueron halladas
dos granadas fabricación casera en poder de Javier Bejarano.
La “verdad”
de El tiempo
Los
cadáveres quedaron esparcidos en diferentes sitios de la buseta. El periódico
El Tiempo, en un artículo de sus periodistas Ramiro Castellanos y Ángel Molina,
informó así sobre lo sucedido “… los individuos lanzaron una granada hacia
donde se hallaba el agente del F-2, el cual en una actitud de valentía alcanzó
a gritar a los pocos pasajeros, que quienes no tuvieran nada que ver con el
problema se bajaran. En ese instante cuatro personas que ocupaban asiento en el
automotor lo abandonaron rápidamente, mientras los guerrilleros desde el
asiento trasero disparaban y lanzaban más granadas contra el representante de
la autoridad. El detective, resuelto a todo, disparó su revólver hasta terminar
la munición y cuando todo regresó a la normalidad, en el piso de la buseta
estaban los cadáveres de cuatro subversivos. Los otros dos sediciosos (pues el
periódico se refirió a seis subversivos en la buseta) huyeron por las
ventanillas de la buseta disparando por debajo del vehículo e hirieron en las
piernas al agente del F-2… Los pandilleros dados de baja fueron identificados
como Jesús Fernando Fajardo Cifuentes… Carlos Alberto Aguirre Gutiérrez (su
verdadero nombre era José Alberto)… María Francisca Rodríguez Mendoza (su
verdadero nombre era Francisca Irene)… y Javier Bejarano. Es de anotar que el
primero de los nombrados murió con una granada en su mano derecha y que los
demás también llevaban granadas entre sus morrales”. Sin embargo, en la buseta
no se encontró arma de fuego alguna.
Javier
Bejarano fue asesinado de un disparo; en uno de sus bolsillos sería encontrada
una carta de amor. Jesús Fernando Fajardo Cifuentes recibiría un disparo que le
dejaría tatuaje de pólvora. Francisca Irene Rodríguez Mendoza recibió un
proyectil y el cuerpo de José Alberto Aguirre Gutiérrez presentaría dos
impactos de bala con tatuajes de pólvora.
Leonardo
Bejarano recibió dos disparos en la cara; un proyectil le atravesó antes la
mano izquierda y otra bala se incrustó en su hombro derecho. Milagrosamente no
fueron mortales. Antes de que le volvieran a disparar el segundo tiro, antes de
que asesinaran a su hermano, antes de que remataran a los otros muchachos que
aún vivían, escuchó cuando los policías daban parte por los radios: “mi
Capitán, están todos muertos, no hay ningún herido”. A Leonardo lo trasladaron
a la Clínica de la Policía, donde permaneció durante tres horas sin recibir
atención médica; finalmente lo llevaron al Hospital de La Hortúa y allí lo
atendieron los médicos. En una ocasión un alférez y en otra un agente de policía,
lo hostigaron y lo amenazaron.
Hernando
Cruz Herrera y José Alfonso Porras Gil
Dos cosas
muy distintas indicaban los informes de la Policía y los resultados de las
necropsias sobre la manera como sucedieron las muertes de Hernando Cruz Herrera
y José Alfonso Porras Gil.
José Antonio
presentaba siete orificios producidos con arma de fuego mientras que Hernando
tenía ocho. De los siete impactos de bala que habían cegado la vida de José
Alfonso, cinco fueron hechos a menos de
un metro de distancia, al igual que seis de los siete disparos alojados en el
cuerpo de Hernando. Sus asesinatos se realizaron en la vía que de Bogotá
conduce al municipio anexo de Usme, a la altura de una vereda llamada “Los
Soches”.
Según el
informe del oficial que comandaba la patrulla que inició la persecución de un
vehículo Toyota rojo, este vehículo se metió, a la altura del kilómetro 8, en
una cuneta donde sus ocupantes empezaron a disparar contra la patrulla. “al
mismo tiempo nos lanzamos de la patrulla haciéndoles frente para contrarrestar
el ataque, al instante nos llegó refuerzo de la fuerza disponible de la Sexta
Estación y en forma valerosa se combatió hasta que se dio de baja a dos
individuos y los demás emprendieron la huida en el mismo vehículo…”. En el
Toyota según dicho oficial, se transportaban “aproximadamente seis individuos
portando armas de largo y corto alcance”. Pero las versiones sobre el
enfrentamiento dadas por algunos agentes son contradictorias: según ellas los
dos hombres que resultaron muertos se lanzaron del vehículo en una hondonada y
enfrentaron a la Policía, mientras el vehículo continuaba su marcha y luego de
una intensa balacera se habrían dado cuenta de que habían dos muertos.
Curiosamente
los agentes de la patrulla que hizo la persecución inicial olvidaron el número
de agentes de la Fuerza Disponible que los apoyaron así como el rango y el
nombre de los oficiales al mando de los refuerzos. También es difícil entender
cómo “seis individuos portando armas de largo y corto alcance” continúan su marcha
en el vehículo dejando atrás a dos compañeros suyos haciendo frente a la
Policía, provistos de un revólver Smith Wesson calibre 38 largo y una capucha
de colores blanco, rojo y azul.
Ante la
inexistencia de testigos, la única prueba irrefutable de una ejecución a
quemarropa, fueron los tatuajes de pólvora en las perforaciones que presentaban
los cadáveres de Hernando y José Alfonso. La mayoría de los disparos que les
causaron la muerte se los hicieron a menos de un metro de distancia. El que sus
muertes fueran producto directo de un enfrentamiento en una zona rural, y no de
una captura y posterior ejecución, quedaba desvirtuado como justificación de
los asesinatos.
Tomado de:
EL CAMINO DE LA NIEBLA
VOLUMEN III
MASACRES EN COLOMBIA Y SU IMPUNIDAD
Bogotá, 1990.
Bien hecho terroristas de M! Ahora cuenten como Navarro planeo el homicidio de Pizarro, pero con el mismo estilo literario!
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